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«Soy mi vértigo». Dossier del poeta infrarrealista mexicano Ramón Méndez Estrada

SUMARIO

-Introducción de Manuel Illanes. «La escritura como ariete: Ramón Méndez Estrada»

-Poemas de Ramón Méndez Estrada

-Reportaje de Ramón Méndez Estrada a la chamana María Sabina realizado en septiembre de 1984

-Cuento de Ramón Méndez Estrada «En plan de herencia»

-Material sonoro con enlaces a entrevistas, lecturas, vídeos

-Biografía de Ramón Méndez Estrada

El poeta Ramón Méndez Estrada en diferentes etapas de su vida (niñez y madurez)

La selección del material fue realizada por Antonieta Zenteno, Raúl Silva y Manuel Illanes. Agradecimientos a los tres. 

Introducción

La escritura como ariete: Ramón Méndez Estrada

Manuel Illanes

                                                                                                  Ciudad de México, julio 2022.

A siete años de la muerte de Ramón Méndez Estrada, ocurrida el 13 de mayo de 2015, su escritura se alza con más fuerza que nunca en esta época de crisis e incertidumbre, quizás porque los tiempos que enfrentamos en la actualidad, tan cercanos al espanto y la revuelta, a una turbulencia sin fin, parecen hacernos más sensibles al aullido que atraviesa sus poemas, de una vigencia demoledora hoy por hoy. La publicación, en 2019, de Zona de tolerancia (La Ratona Cartonera / Mantra Ediciones), obra que reúne una parte importante de la poesía de Ramón y que es resultado de una selección hecha por el mismo poeta, ha representado un paso significativo en el rescate de su obra, por cuanto la ha expuesto a un público nuevo, que no estaba al tanto de su recorrido escritural, además de permitir salvar a esta poesía del riesgo permanente de dispersión al que la comprometía el hecho de haber sido dada a conocer en distintas editoriales independientes, de tirajes reducidos, lo que dificultaba en extremo su lectura y reconocimiento. Editoriales como Praxis, Al este del paraíso, Startpro y la Ratona Cartonera, acogieron sus poemarios, permitiendo así visibilizar el extenso trabajo realizado por Ramón en cuatro décadas de labor poética y narrativa, que son expuestos en este dossier, con la inclusión no sólo de varios poemas sino también de un cuento suyo, “En plan de herencia”, proveniente de su colección de relatos, Tzitzilini y otras lecciones del lado moridor.

La poesía de Ramón Méndez, representada en los ocho poemas seleccionados para este dossier -tomados de Al amanecer de un día dos lagartija (1995) y La edad dorada (2009)-, se encuentra profundamente ligada al devenir del movimiento infrarrealista, del cual Ramón fue uno de los fundadores y adalid constante. Podemos considerar al infrarrealismo como una neovanguardia, en la misma senda de Hora Zero de Perú (que precede al movimiento mexicano en algunos años), con un interés marcado por el lenguaje coloquial, que va a ser claramente privilegiado en sus textos. En ese sentido, es posible comprender el trabajo de los infrarrealistas como parte de la corriente de poesía conversacional latinoamericana, influida por la obra de Nicanor Parra y Ernesto Cardenal, que dominará las letras del continente durante las décadas de los 60’ y 70’, hasta el punto de pensar que el movimiento infrarrealista, junto a la poesía de Ricardo Castillo, encarnan el paroxismo de dicha corriente poética, al menos si nos referimos al caso mexicano.

Pero no sólo de este lenguaje coloquial se nutre la poesía de Ramón (y la del infrarrealismo); también hay una exploración, conscientemente asumida, de territorios que habré de llamar por necesidad marginales (usando un adjetivo que se ha convertido en un lugar común muy extendido en estos tiempos), zonas de peligro, en las palabras del poeta chileno Tomás Harris, espacios degradados como “colonias perdidas” en México (“poblaciones callampa” en Chile, “villas miseria” en Argentina, “favelas” en Brasil), lupanares, cárceles que Ramón aborda exhaustivamente en libros como Vida de Ginés PérezCabiria y el poema inicial de Al amanecer de un día dos lagartija. Parte de ese material es recogido en la selección hecha para la revista Canibaal.

El dossier también recupera un rico material  fotográfico, que retrata a Ramón en distintos momentos de su vida infantil y adulta; un par de videos (uno que recupera un fragmento de una lectura de poesía, hecha en Casa del Lago, espacio cultural de la Ciudad de México, donde el poeta lee “Memorándum para una amiga casada” y otro que incluye una entrevista efectuada a Ramón, un corto tiempo antes de su muerte); un hermoso reportaje, publicado en el diario El Nacional, el año 1986, donde Méndez relata un viaje realizado a la sierra oaxaqueña en busca de María Sabina, la mítica chamana e inspiradora de varias generaciones de artistas mexicanos y extranjeros. Nuestra idea, al recopilar este material, es ofrecer a los lectores de Caníbal una imagen, lo más completa posible, del poeta infrarrealista mexicano, buscando mostrar todas las dimensiones de un quehacer literario que, como dijimos unas líneas antes, abarca cuatro décadas de labor ininterrumpida.

Sabemos que la imagen que ofrecemos a través de estos textos, fotografías y videos difiere de la figura del Pancho Rodríguez con que Ramón Méndez ha pasado a formar parte de un reino mítico en la literatura latinoamericana, el del “realvisceralismo” de la novela de Roberto Bolaño, Los detectives salvajes. Ahí, los distintos personajes dan cuenta, de una forma u otra, de las personas de varios de los integrantes del movimiento infrarrealista, entre ellos los hermanos Ramón y Cuauhtémoc Méndez, y de sus peripecias a lo largo de un período de tiempo que va desde mediados de los 70’ hasta bien entrada la década de los 90’. Consideramos que es necesario correr ese riesgo: puesto que, por una tremenda paradoja, la lectura de Los detectives salvajes ha galvanizado al grupo infrarrealista, elevándolo al nivel del mito, al mismo tiempo que oscurecido la comprensión de su diversidad, al exhibir una representación determinada del movimiento (ficcional, en todo caso), la de un grupo de poetas bohemios y beats, creemos muy importante proponer también este retrato, que profundiza en otras dimensiones de la figura de Ramón Méndez, que evidencia la riqueza de su escritura, que visibiliza la potencia de una voz que, como un ariete, viene golpeando las puertas del castillo de la literatura mexicana desde hace mucho, esperando la apertura de sus puertas. 

POEMAS DE RAMÓN MÉNDEZ ESTRADA
De «Al amanecer de un día dos lagartija» (1995) y «La edad dorada» (2009)

LOS MOTIVOS DEL GRIFO

*

Yo no nací para perder
o para ganar
sólo he nacido, simplemente…

Mi vida es ésta
–las cartas en la mesa:
la segunda mitad del Siglo Veinte,

un poco en la nostalgia que ha pasado de moda,
otro en los cines y la escuela,

los Testigos de Jehová
predican que está llegando el fin del mundo
y los marxistas
que sólo es el comienzo,

está cabrón –dijo un amigo que lo agarró la policía–,
patadas en el culo,
madrazos en el tórax y en la espalda,

y qué hacerle,
valemadrear el mundo
mariguanear las tardes…

* *

Lo de menos sería
culpar a la escasez de energéticos
a la velocidad del tiempo
a la ojetividad del mundo

pero sé bien
que es la negligencia
que abre y cierra las puertas
hasta entregarme
cada tarde
hueca.

* * *

Me cansó
la estulticia de ser hombre

Yo sé:
cualquier lobo puede también contarme
magníficas historias de corderos perversos,
las lagartijas no saben
que viven en el Tercer Mundo
ni los cerdos pueden
inventar bomba alguna.

I KUIK OME KUETZPALLI
(Fragmentos del Canto de Dos Lagartija)

                                   A José Pedro, no’kni

Nehuatl nonawal nik notza azteka tlahtokopa:
nik ilwi ma walaz.
Nehual tonawal aztekah nik notza:
Ma tech palewiz yowaltzinko
Tonawalye: xi witz, xi tlahto to panpa,
xi tech maka aztekak kuiniantli.
Aztekah tonochtin zepan teotekitl tik chiwaz,
nochtin Metziko tlakameh kaa nikan ti kateh
tik chiwaz kakitzia totozka:
Zepan ti walah.
Tik chiwaz kaki totozka yowaltzinko.
Ome Kuetzpalli Yaotekatl

Por este camino voy perdido, por este silencio,
transcurso de lengua atada, de manos atadas, 
de brazos impotentes.
La ciudad, mis miserias, nuestras inconsecuencias.
Esta inercia mental, esta pereza.
Mañana
moztla, moztla
mañana será… y hoy
me como mi hambre, me devoro lentamente a mí mismo.

Hace falta una ligereza, un polvo de luz
una larga avenida
en el lago

                                    las estrellas
estremecidas por el viento sueñan
dispersas. La que se creyó todo, todo;
la que nada más la mitad, la que sólo un cuento
y las que cuentan de lo que hablan las piedras.
No hay lago. Las estrellas, todas, en el lodazal,
hirviendo miserias, supurando llagas, plásticos
para que no coma la tierra…

Había un lago, sí, como una purulencia.
Y el Gran Canal, lento río café negro,
con sus puentes de madera desvencijados,
sus gatos despanzurrados, sus perros pudriéndose
y sus aventuras de piedras, cuerdas, nudos, horquetas
y un sentimiento en el volcán,
una furia presta a estallar.

Tú y yo lo conocimos. Sólo conocimos aquella parte…
una nube de mosquitos nos perseguía
y la viruela
mató a nuestro primo. Una de las primeras 
víctimas de la epidemia.
No ha parado. Entubaron el Gran Canal. 
Escondieron la mierda.
Se la sacan a la ciudad por el Drenaje Profundo
pero no pueden contenerla:
cáncer, sarampión, salmonelosis, gripe, gastritis
hacen olas en la ciudad
como antes el lago                             
rizado por el viento…
El lago… caminamos horas cazando lagartijas
de panza azulverde
y allí estaba el lago
imponente
no como lo habíamos soñado,sino como una llaga en la tierra.
¿Dónde buscar la transparencia?
¿A qué estrella acogernos?
Si cuando niño
miré nuestro hermoso lago lleno de mierda y supe
que el primer día que cayó mierda humana
al primoroso lago
era mierda de mi español.
No era ya, el lago, lo que nos contaban que fue.
No he vuelto a verlo. No volveré a verlo
aquel prodigio de armonía.

La ciudad se lo comió todo, se lo come todo.
Las estrellas hace mucho que se escondieron 
en el fango del cielo.
A no ser por grandota, la luna misma no estaría
tirada de cabeza en los charcos
ahora
con un fondo de asfalto, cielo petrificado
y la ignorancia.

La ciudad se lo come todo. Tiene hambre
la ciudad, mala madre, madrastra
que disputa la lonja a sus hijastros,
que nos deja los platos rotos y agujerados los cacles.

Ahora todos tenemos hambre, todos somos mayas ahora.
Todos.
Hasta el Presidente
(del verbo mayana, tener hambre).
Ti to mayani nochtin: todos tenemos hambre.
Tiene hambre mi mamá. Está vieja. No puede trabajar. 
No como antes

Tonantzinteotl Tonantzintlali Tonantzinkoatlikue
Tonantzin, nuestra madrecita…
Pedro, Perico, Cotorra Vieja: ve a verla a veces,
llévale un cereal cuando puedas, llévale una esperanza.
Dile que estoy de vuelta casi, cerquita, ok tepitzinika,
que se me atravesaron unos pendientes…
Dile que es una estrella, un sol, una sonrisa.
Que esa lágrima tiene razón de ser.
Que anda volando un colibrí en su huerto.

Siendo mucha su hambre, poco basta a nuestra mamá para saciarla.
Al Señor Presidente
(al que se fue y al que está presente)

no le basta nada para saciarla. Tiene hambre
siempre. La crisis le hizo un hoyo en la panza.
El que se fue
soñó ser Presidente, y su sueño se hizo realidad
como la realidad del technicolor: 
y se robó todo lo que pudo,
y se gastó lo que no tuvo, y se endeudó 
pasándonos la cuenta,
bufoneó sin gracia, haraganeó sin creación
asesinó sin miramientos, pidió perdón, ladró
o tlawawalo (lo digo ante su cara 
de los perritos chichitoton 
chichitotzin los honorables perros) 
chichizul o tlawawalo
lo digo: ladró el perrucho, el perrete ladró, el ojete,
a la rodilla la cintura de los pantalones, con la crisis
que no le dejaba voltear la cabeza, postura incómoda,
y se fue a cagar lejos, estreñido con un guardia armado
en la puerta del retrete, del bar, de la alcoba,
de la relación íntima, de la masturbación.
Con un guarura armado se fue, el puñetero, el ojo,
creyendo que se podía llevar la tierra en la maleta.

El que está presente
consulta el oráculo con frecuencia
y nos pasa el recado: Se necesita un sacrificio.
La crisis está enojada. La Diosa es irascible.
La Devoradora de Inmundicias se enoja fácil,
y pide a cada rato un sacrificio.

Pronto pasará
la crisis
es pasajera, viajera
en el tiempo de la eternidad…

Ahora el tiempo del hombre
en que nos piden un sacrificio más
el Presidente, sus secretarios, sus achichincles
los senadores, diputados, líderes
otro sacrificio
para que vuelva el sol que se fue al otro hemisferio
a llevar la prosperidad. Otro recorte al plato
y otro niño para sacrificarle a la crisis.
Está furiosa. Aplaquemos su ira
sacrificándonos una vez más.

Otra vez el insomnio arrastra sus pasos por mi cabeza.
Ruido bronco en el tímpano, la ciudad
y mi máquina que no para. Mi corazón es una garra
y yo soy una estrella en el pozo, un águila
con las alas quebradas, las plumas enlodadas,
trizada voluntad para hacerme asido de la nada.
No hay nada. Mi español sólo me regaló ideas vanas,
cobardías, hipocresías, chapucerías, trampas,
terrores, andrajos, enfermedades, avaricias, envidias,
presunciones, violaciones, sacrificios, 
profanaciones, llagas, muertes,
más muertes, muertes sobre muertes 
y chaquetas mentales: el todo
putrefacto de uno, como un intestino grueso sólo
el Señor Presidente lleno de caca
que no sabe por dónde sacar, sin ano, atorado
en la crisis.

Eso es seguro.
Mañana
el Señor Presidente se para
una vez más
ante el Pleno de la Nación
levantado sólo para escuchar que pide
un sacrificio más a este sacrificado pueblo
ausente del Pleno
no ya tan pleno:
falta consenso, ausencia que pesa más de la mitad,
que pesa seris, que pesa mijes, coras, tepehuanes, huicholes,
desempleados, limosneras, prostitutas, ladrones,
todos mayas ahora, todos.

Volverá. Tal vez volverá. Tal vez convenga
hacer realmente un sacrificio.
Uno solo no más. Por mi palabra.
Un sacrificio ardiente, de panza de farol, de inaniciones,
de niños vendechicles, de niños tragafuegos,
de raza cagamonedas. Uno solo no más. Uno sangriento.
Me mataré. Mataré a mi español. 
Sacrificaré mi nueva cara yanqui.
Sacrificaré mis ganfritos, mis drogacolas, mis pincheroy.
Me sacrificaré una vez más. Estoy en guerra.
Los calendarios andan sueltos. La hora
del sacrificio se acerca.
¿Quiénes van en primer lugar?
¿Quiénes irán a la cabeza?
Los toltekas. Asesinaron a los toltekas.
Asesinaron a los olmekas, a los tapatíos,
a los tepanekas, a los tlaxkaltekas.
Sólo mayas quedan, gente que tiene hambre.
¡Aguas, eh, aguas!, que por allí andan los hambrientos,
los mayas andan por allí.
Por allí andan los olmekas,
por allí andan los toltekas,
por allí andan los tepanekas,
los tlaxkaltekas, los xochimilkas, los tenochkas,
por allí andan
todos los aztekas
mayas todos
buscando niñitos para comérselos,
preparando el gran sacrificio.

De pie los calendarios. De pie las piedras. De pie el sol. 
De pie el guerrero de la piel reluciente. De pie la doncella preciosa.  De pie el viento huracanado. De pie la nube encapotada. De pie el rayo candente. De pie la lluvia vengadora. De pie la tierra, las plantas, los insectos. 
De pie el rugido siniestro de la muerte. De pie el grito nuestro.
El ocelote, el lobo, el colibrí, que vengan.
Que vengan los negros. Que los sembradores vengan.
Que se alisten los constructores.
Que las muchachas tengan sus insignias dispuestas.
Tierra: abre tus agujeros.
Fuego: saca la lengua.
Infla el cachete y sopla tu huracán, viento.
Hazme transparente, agua. En medio
yo, maíz, hombre de maíz, tortilla. Amarillo
día del incendio.

Los zapatistas ganaron las elecciones el 7 de julio de 1985.
La mayor abstención, en Morelos.
Tierra de aztekas. Iré otra vez allá. A sacrificar niños.
A buscar niñitos para comérmelos.
Los encontraré en las cañadas, en los derrumbes,
en las campiñas húmedas. Plegaré mis alas una vez más
y saldré a la calle como si nada,
como pasándola la rolaré
prendida,

diré Que te prenda, este residuo,
un anhelo que no he saciado,
el quiero no les daremos más
nik neki amo ti kin makazkeh achi
porque su voraz apetito nada sacia siendo nada como es.
Los calendarios andan sueltos.
Es la hora
ye iman
ya es la hora. Ten todo preparado.
Avísales a los hermanos.
Dile a mi mamá que no tardo.
Estaré a tiempo
en tu casa
para la velada. La revelación de las piedras.
La pintura que habla. Garras de águila.
Hocicos de lobo. Dientes de ocelote.
Serpientes.
Cuates de los antecesores,
hijos de los progenitores,
dos generadores siempre
muchipa siempre
dos, bocano, elella. Mi corazón late de prisa.
Llevo en mi sangre un vértigo. Soy mi vértigo.
Guerrero lobo soy, un guerrero con las manos vacías.
Mi arma soy: garra, diente, serpiente.
Nuestro nawal habla por mí: en mi boca

tengo una brasa encendida.
Retumbará mi voz. Alumbrará mi estrella. Caerá el rayo.
El Guardián de las Puertas del Inframundo cantó
al amanecer de un día Dos Lagartija.
Tibio amanecer de mi anhelo, este pequeño.
Tibia estrella que me ata con un beso a la vida,
que cintila en mi corazón…
Mi madre, mi vieja madrecita…
Acuérdate de decirle, te decía, que es una estrella,
un sol, un parpadeo…

Los astros siguen su curso por el cielo.
Vendrá el cometa… su cauda como un halo…
Y yo tal vez lo veré,
pero no al lago, sino en visión,
ese mundo de mi interior, 
esa palabra azteka que me subyuga,
las flores transparentes de mi amor.

ACTEÓN

Me gustaría contar mi historia
porque, sabes, siento que estoy convirtiéndome en oro.

Leonard Cohen

Siervo soy del amor.
Me ha tocado la Diosa.
Llevo el asta de luz en mi cabeza por su mano.
Mis alas soy yo mismo. Mi vuelo
lo hizo posible tu cariño.
Yo soy este montón brillante arrodillado.
Si aún puedes oírme, te contaré mi historia
antes de que termine de convertirme en polvo.

Oh, sí, la Diosa me tocó.
Yo soy mi otro. Te diré todo.
Quiero que te quedes aquí.
Hazme un huequito allí en tu nido de ave.
Con esta investidura de amor
no me reconocería ni mi madre.
Óyeme. No sé nada –yo que escogí saber–
más que te amo. Sí, cariño, te amo
y sólo contigo quiero.

No siempre he sido así. Es que salí
muy pequeño de mi casa
y estuve sin amor verdadero muchos años.
He visto más de una vez caer la lluvia.

Estoy mojado.
Diosa, no retires ese toque de mi corazón.
Tu amor es todo lo que necesito vivir.
Lo demás no me importa.
Tú, que llevas la aureola entre mis ángeles,
déjame estar aquí,
siento cálida mi alma junto a tu luz,
junto a tu luz me he dado.

No soy el gran tipo que quisiera
sino apenas un pequeño señor.
El único arte que de veras me sé es el de amarte.
No tengo más. Tal es mi magia. Tan alto soy
como tú me has crecido.
Tú me hiciste poeta.
Antes sólo grité.
Ahora te traigo esta canción.
En el camino voy
y algo se viene allí como un relámpago.
Tómame. Aún soy un manojo de luz
hecho materia.
Recíbeme esta flor que traigo.
La corté para ti en el Altiplano.
Diosa, niña, recíbeme esta flor
que corté en un jardín encantado.

Oh, sí, la Diosa me tocó.
Me ha transmutado su poder.
Y tú tiemblas cuando estiro mi mano de temblor
para mecerte.
Estas ruinas que ves no son mi alma.
Una transparencia te traigo.
Mi corazón está en mi mano.
Mi niña, te digo de veras
que no es fácil, no es nada fácil
pasar por esta tierra iluminado.
Me comí un sol, respira en mí una estrella.
Diosa, ya me tocaste.
No retires tu mano.
No me conocen ya. No me eches a mis canes.
No quiero morir en sus mordidas.
Lo que quiero es tu amor.

Oh, sí, la Diosa me tocó.
Puedo hablar claro.
Yo soy un juguete en tus manos.
Cuida al niño desnudo
que viene de las altas mareas,
del surgimiento de islas y volcanes,
al pequeño que salió del jardín
y no ha regresado.
Bajo tu manto cúbreme, Virgen de las Delicias.
Es tu perfume el que me embriaga.
Y yo soy esta flor en tu mano.
El poeta ahora soy
y aquí vengo a cantarte esta canción.
Te amo, sí, te amo
y sólo quiero que permanezcas a mi lado.

Oh, sí, la Diosa me tocó.
Yo soy mi afortunado.
Diosa, me tocaste: no retires tu mano.
El poeta soy yo y ésta es mi historia.
Tómame, gózame
antes de que termine de convertirme en oro.

LUZBEL

Todo cae, se derrumba, se hace polvo.

                                                          Jorge Max Rojas

De los altos jardines de la luz
donde me daba
vine a parar a los sótanos del laberinto:
celdas, calabozos, mazmorras, cámaras de tortura
donde, miembro por miembro, me fue arrancado el cuerpo.

Yo que fui sol, yo que viví en tu estrella
sin luz estoy:
ni una luciérnaga me alumbra
en este viaje de terror
por los pantanos, por los tembladerales, 
por las arenas movedizas…

Llaga pura, pura llaga,
banda de kamikazes, escuadrón de la muerte.

Rodaron al suelo cuatro botellas de charanda, 
y luego trajeron mezcal.
Estaría muerto, a no ser por esa lucidez atroz,
Marasmo que sin embargo levantaba, 
aunque sólo fuera para parir dolor,
rebotar en los parques, caerse entre los árboles,
sacarse sangre en las banquetas.

Un pozo, un pozo
era
hediendo a semen agrio…
con los calzoncillos manchados, soñándote…

            Lenta vida, y amarga, tazón de noche,
cielo apretujado de nubes, invierno gélido
y ni una estrella ni una estrella ni una estrella

ni sol…

Después trajeron aguardiente. 
Estaba más pálido que un muerto.
“Más que la cantidad –promedio de tres litros al día– 
es la presión
con que lo metes” –dijo El Abate.

Un lamparazo turbio, una llama de alcohol, 
y el desquebrajamiento:
Harapo del amanecer que no hizo sol: empujó a la noche
de filo: racha helada, viento cortante, 
arpón que parte los pulmones.

Un ventarrón soy, un viento ebrio:
Vuelo sin alas, silbo sin boca
y no me veo y no me toco:
Crótalo volador, bestia de hosca ternura,
luz, lumbre y viento entremezclados.
Mi veneno es mi amor: es temblor de tierra:
Sólo quise mecer, sólo quise mecerlas, sólo mi ser te quise
y se derrumbó todo, frágil castillo de barajas,
frágil y delicada reina eras…
Eras y sigues siendo todo entre las eras.
Eres, y fuiste siempre,
yo
ahora mutilado…
me empujo por la ciénaga,
me arrastro entre culebras
por los tembladerales, por las dunas…

Había regados, aquí y allá, látigos, fierros, piedras,
harta sangre regada, cadenas rotas, cerraduras quebradas.
Nadie cayó jamás así. Nadie
descendió así al abismo:

Derrumbado por siglos una noche, de una a otra caída,
de una sima a otra sima
sin encontrar la tuya, sin encontrar la tuya
que era mi lápida y mi tumba.

Tumbado como un saco, amarillos los dedos
por fumar, y la barba crecida de días…
No salió el sol. Permaneció la noche.

Todo de negro, todo, de ceniza y ventisca
que azota con látigos de alumbre.

Así venía, de noche, vestido de sombras,
sombrío bosque de escombros, enramada de espinas

donde aúlla el viento, desgarrándose.

(La caña lo zarandeaba azotándolo
brutalmente
por el despeñadero,
cabronazos de un trago ardiente
lo empujaban.)

No es esto una ciudad: es la blasfemia.
No hay estrellas, no hay estrellas, no hay lago:
laberinto de chimeneas y trampas,
rutas de asfalto que son ortiga ardiente
y el viento helado, látigo de granizo negro…

TIRESIAS

La sombra que deja la llama cuando su luz ya no es,
lo que vimos, lo que se apagó en nuestros ojos.

                                                          Carlos Coffeen Serpas

Probé el beso del vértigo:
viajé con la luz, acompañándola
por un breve lapso…

¿Acaso nada más lo soñé? ¿Lo viví como un sueño?
Y me sentía despierto. Era real,
como real mi impotencia ante la avasallante realidad
que lleva por estandarte el cambio.
La niña que llevé a la montaña
sacó las alas:

Flor de cielo, su sonrisa flotando en el aire
todavía unos segundos después de que se esfumara.

Yo me quedé en el monte, deslumbrado.

Alcé la copa del olvido
para apagar la luz,
y me hice sombra, y me vestí de harapos.
Lancé, lejos de mí, cetro y cayado.
El toque de la Diosa, aquel cuerno de luz,
se volvió contra mí,
y contra mí yo mismo mis perros azuzaba.

Era yo no ser yo. Era una bestia huraña.

El corazón tuvo de huésped
un animal feroz, y hambriento, y angustiado.

¡Aquí, las quiero a todas!, grité a las hadas.
¡Sombras, todas aquí!, grité a la Nada.
¡Todas aquí, cenizas, lumbreras consumadas!, grité.
Y se hizo de noche. Y sopló un viento helado.

También mi Musa fue sacrificada.

Abandoné precipitadamente la casa,
como antes el jardín.
Más que el fuego en lo alto de la montaña, me sacaba
un exceso de cotidianidad, un amor excesivamente medido
en las tranquilas tardes del hogar, 
tocadas por Nuestra Señora.

Sueños que destrocé, no me arrepiento…
¡Qué podía saber yo, si no miraba!
Se me quebró en la mano la vara ésa de luz
que me alumbraba. Se puso todo oscuro.
Me tuve que valer de mis manos:
literal, tuve que andar con tacto.

Serpiente, me guió hasta aquí mi lengua.
No vine solo. Conmigo viaja mi alma
como una bestia vieja de hosca sombra,
una jauría rabiosa que desde dentro puebla de aullidos al mundo:

Yo también ya fui luz, ardí en su llama.
Me deslumbró la luz de que fui aliado.
Me chamuscó la niña y la pestaña.

Cuando creí en la luz, cuando me imaginaba
que eso era la luz,
que la miraba,
no podía ver la sombra: estaba ciego.
Y ahora que veo
no hay más que oscuridad, y ni una estrella.

No sé si tanta luz fue engaño,
si sólo imaginé verla y creí en ella.
No sé si el pago de esa fe
es la condenación a la sombra.

La belleza no se contempla impunemente.
Tanta luz me pesó. La había a raudales.
Cerros, mundos de luz, inmensidades…

Enemigo de la perversidad, amé su inocencia
como se ama la flor que se abre tempranera en el huerto.
¿Qué fue entonces de mí? ¿Qué ángel malo me empujó
al laberinto, en busca de la inmortalidad?
¿No era yo suficientemente inmortal
con ella junto
y el amor encendiendo la alcoba como una lámpara?
¿A qué juega hoy mi niña?
¿Sabe que voy como un mendigo
exhibiendo mis llagas,
el espinado corazón, un traje de sombras?
¿Tengo que volver al carril rendido y solo, ciego,
con la llaga en el alma de un resplandeciente recuerdo?
¿Iré otra vez a cortar flores mágicas
para una reina esquiva
en jardines maravillosos, al atardecer..?

Agazapado en las tinieblas un oscuro demonio me contesta:
“¡Basta, desgraciado! No volverás a ver la luz.
Pierde toda esperanza”.

Un bloque de verdad
como una piedra
al fondo del abismo.

“Pagarás caros tus tratos con la Diosa:
Te devorarán tus sentimientos.
Pecaste contra tus padres y tus hijos.
Peleaste contra tus hermanos.
Hablaste mal del prójimo”.
Hundido, y me da lo mismo.
Un monolito. Un mono…
lito.
Sólo yo sé
lo que esta sórdida luz pesa,
la gracia negada.

Haber visto la luz…
¡Haberla visto, y no mirar ya nada!
Yo sé que hay alas, y vengo
con mi lengua arrastrándome.

No fue un atisbo del Paraíso. No.
Fue estar metido en una llama, arder dialtiro.
Y luego no que se acabara, sino que se apagó,
ardió en un fuego negro, en un sol negro,
de ésos que se comen la luz.

De entonces para acá es que ando errante,
visto de sombras, de cenizas calzo.

Prueba de mi sinceridad, el corazón al viento,
los sentimientos a la vista de todos,
las ideas locas sin ocultar.

¿Cómo se encadenan los hechos
que dejan una estela de nostalgia y de loca poesía
en la fosa del alma?
¿Dónde quedó mi libertad
si sólo deseo el yugo de su abrazo
y por ella sacrificar mi vida en loor a sus dioses?

Nunca fui un cordero, cierto.
Pero entre los lobos fui un santo.
Fui un lobo bueno.

Claro, no todo es locura y motivo de desesperación.
Queda, como se dice, la experiencia, los callos
en el andariego corazón.

LA VIDA ETERNA

Yo vivo enamorado
de una mujer perpetuamente joven,
señora en las sombras, flor de un beso.
No sabré cómo llegué a amarla.

Me dio abrigo
cuando la tormenta tumbó a trozos el cielo,
me dio calor. Más que la llama
en la gruta del corazón de la montaña,
una fragante flor de fuego en la oscuridad, hurgada a ciegas,
contra el desamparo y la furia y el desamor
que hacían presa
de la bestia solitaria y huraña
que era mi corazón.

Sé que me ama, a veces, con obstinada persistencia,
a pesar de no estar yo allí,
de ser un vago que de caminos lo he olvidado todo,
contimás el regreso,
de ser yo el que me busca
y siempre llego tarde al encuentro.

Sé que me encontrará, a mí que ando perdido de mí mismo,
o topará a mi alma siempre aullando en su latido.

ARTE POÉTICA

Hace falta, pensé, cuando era joven,
una poesía de claridad, que alumbre,
hecha con un verso sonoro, poderoso, rotundo.
Una palabra guía, creada por el amor y criada a besos.

Una claridad, se precisa.
Un estado de gracia.
Una palabra franca…

Y trabajé muy duro. Me desvelé, lloré, alcé plegarias.
A veces tuve atisbos de un jardín encantado…
Otras, he pasado eternidades en las mazmorras,
en las cuevas, salvándome del viento.

Insistí en el amor,
en el valor
que es necesario para entregarse,
para ese atrevimiento.

Al acecho de un verso, de una estrella, de un beso,
me he pasado la vida,
espoleando mi corazón por el desierto,
por las montañas, a la caza de estrellas…

Y es lo que pienso aún.
Que se precisa claridad,
una lengua franca que alumbre, un estado de gracia,
una palabra guía creada por el amor y criada a besos.

EDAD DE GRACIA

Aquella noche platiqué hasta el silencio.
Hablé de mí conmigo hasta que ya no hubo
nada más qué decirme.
Hasta que un manso animal mudo me habitó.

A solas con mi muerte, de telúrico polvo investido
bajo el polvo estelar, me coronó la luz
y no tuve cabeza para sostener la corona.

La Diosa me besó, y salí ileso.
Está aquí todo, nada hay allá.

Hoy es, ayer era mañana.

MARÍA SABINA DE HUAUTLA, ¿ISIS SIN VELO?*

Reportaje de Ramón Méndez Estrada 

El poeta Ramón Méndez junto a María Sabina

La última vez que vi a María Sabina, en septiembre de 1984, unos 14 meses antes de su muerte, la vi muy cansada, muy pequeñita. Estaba impaciente. No quería conversar. Iba y venía continuamente por la habitación. Estaba cansada, creo yo, de escuchar las mismas preguntas de curiosos impertinentes por 30 años consecutivos, y de tener que defender sus mismas respuestas milenarias.

La noche del 29 al 30 de junio de 1955 María Sabina ofició una ceremonia, como tantas otras que ella misma y sus antepasados habían celebrado, desde un tiempo del que ya no se tiene memoria, cuyo elemento principal fue la ingestión de ciertos honguitos de rara virtud: “transportan a quien los consume, allende las fronteras de la realidad ordinaria, al mundo de la experiencia visionaria”.

En aquella velada participaban del ágape dos extranjeros intrusos: Allan Richardson, fotógrafo, y Robert Gordon Wasson, de oficio banquero, cuya vocación micológica lo llevó a fundar la etnomicología, cuyo objeto de estudio es la relación, y reacción, de los pueblos con y ante los hongos.

El relato que Gordon Wasson hizo sobre aquella ceremonia ancestral alzó el nombre de María Sabina entre los de las grandes magas de la Tierra. Desde entonces, su ministerio fue una doble carga en su gracia: Tuvo que hallar remedio no sólo ya para las miserias, las dolencias y las enfermedades de sus hermanos de raza, sino también respuestas a las preguntas de los extranjeros de lenguas extrañas que vinieron a verla porque en boca de la fama se dijo que ella sabía el secreto de los hongos maravillosos.

Wasson dijo que la mejor opción que tuvo fue la de informar al mundo la supervivencia de ese culto antiquísimo, en proceso de extinción en la actualidad, pues de otra manera se habría perdido irremisiblemente en el olvido esta clave preciosa, que nos puede explicar el origen de la magia y de la religión entre los hombres.

Encuentro con la sabia

En junio de 1955 Wasson estaba por segunda vez en su vida en Huautla de Jiménez, Oaxaca, buscando lo que se llama “un informante clave”. Él estaba seguro de hallarse sobre la pista de un arcano sagrado. Una atinada conversación con el síndico municipal de Huautla en aquel entonces, Cayetano García Mendoza, lo llevó hasta María Sabina.

Según recuerda Wasson en su libro El hongo maravilloso: Teonanácatl, se presentó en la oficina de Cayetano poco antes del mediodía y, después de intercambiar los saludos de rigor y comentarios sobre la cosecha del maíz y el precio del café, aventuró una discreta pregunta al funcionario:

–¿Puedo contarle algo reservado?

“Al momento –escribe Wasson– el síndico fue todo curiosidad, y el gesto se le hizo grave”, hecho que aprovechó para rematar: –¿Me ayudaría a conocer los secretos de los ni xi tho?

Cayetano miró con sorpresa al extranjero, pero el nombre sagrado de los honguitos en lengua mazateca fue suficiente para que sucumbiera a la tentación y, no sin titubeos, prometió ayudarlo: le presentaría a “una verdadera sabia” que, después se supo en el mundo entero, era nada menos que María Sabina, la sabia de los hongos.

En la biografía de María Sabina que recogió Álvaro Estrada, contada por la propia chamana, ella recuerda que Cayetano llegó a su casa, establecida en el cerro Fortín de Guadalupe, en el extremo oriente de Huautla, en el curso de la mañana. “Sus palabras no dejaron de asombrarme”, precisó.

“María Sabina –dijo aún jadeante por la caminata–, han llegado unos hombres rubios a entrevistarme a la Presidencia Municipal. Han venido de lugar lejano con el fin de encontrar a un sabio. Vienen en busca del pequeño que brota. No sé si te desagrade saberlo, pero prometí traerlos para que te conozcan. Les dije que yo conocía a una verdadera sabia. Y es que uno de ellos, muy serio, se acercó a mi oído para decirme: ‘Busco el Ndi xi tjo’. No podía creer lo que escuchaba. Por un momento dudé; pero el hombre rubio parecía saber demasiado sobre el asunto, esa impresión sentí… Finalmente decidí traerlos a tu casa”, contó la sabia a Estrada.

Aquella misma noche Wasson recibiría, de manos de María Sabina, una taza con seis pares de hongos, que él mismo había recolectado al atardecer en un barranco al que fue guiado por los hermanos de Cayetano. Estaban en la casa del síndico. La chamana había sahumado los hongos con copal, y Wasson veía así la “culminación dramática de años de pesquisas” etnomicológicas.

De alguna manera Wasson sabía, efectivamente, mucho sobre el asunto. Había tenido una experiencia, si no directa, sí muy personal con los honguitos. Dos años antes había llegado a Huautla en lomo de mula, acompañado por su esposa, Valentina Pavlova. En aquella ocasión consiguieron que Aurelio Carreras, un chamán tuerto, realizara en su presencia una consulta a los hongos mágicos. Los Wasson plantearon como problema la obtención de noticias de su hijo Pedro, motivo suficiente a juicio del sabio, pues los indígenas recurren a los honguitos para enterarse de la suerte que corren sus hijos o parientes, lejanos del hogar, desplazados en busca de trabajo y recursos.

Las adivinaciones de Aurelio

En aquella ocasión sólo el chamán consumió los hongos, y los Wasson no creyeron en realidad en la sentencia que dictaron por boca de Aurelio: “Pedro está vivo. Lo buscan afanosamente para enviarlo a la guerra. Tal vez no lo encuentren, pero resulta penoso decirlo. Alemania tiene que ver en el asunto”, e indicaron que Pedro estaba en Nueva York. Antes de que terminara la velada apareció otro vaticinio: un pariente de Wasson caería gravemente enfermo en el curso del año.

Wasson narró después que su actitud con respecto a la ceremonia y a los poderes adivinatorios de Aurelio fue de amable condescendencia. No alcanzaba a creer que un indio pudiera penetrar en los problemas de una familia neoyorquina. Además, las aseveraciones del vate no coincidían con las suposiciones del matrimonio de micólogos con respecto a la vida de su hijo.

Pedro vivía en Boston, y no en Nueva York, y se había dado de alta en la Guardia Nacional a los 17 años, hecho que le valió para no ser movilizado al frente. Casi un mes tardaron los Wasson en encontrar el primer indicio del poder profético de Aurelio: al regresar a su departamento en Nueva York hallaron en la cocina restos de una fiesta que había organizado Pedro con sus amigos el fin de semana que sus padres preguntaron por él a un desconocido, en unas montañas perdidas al sur de México, pues así lo confirmaban las notas de las compras.

En las semanas siguientes, el hijo de los Wasson, movido por problemas sentimentales, firmó un compromiso para enrolarse por tres años en el ejército regular y, al cabo de tres meses de entrenamiento, entró al servicio en Alemania. Cinco meses después de la velada, un primo hermano de Wasson, de 40 años de edad, sucumbía víctima de un ataque cardiaco. Las profecías de Aurelio se habían cumplido al pie de la letra en menos de un año.

Antes de que pasaran dos años Wasson estaba de vuelta en la Sierra Mazateca, en compañía del fotógrafo Allan Richardson, y había conseguido que María Sabina le abriera las puertas de lo desconocido.

Lo que vivió la noche de su primera velada de hongos con la chamana mazateca excedía, con mucho, sus expectativas. Escribe Wasson, haciendo memoria de lo que pensó entonces: “He aquí un oficio religioso que tiene que ser presentado al mundo de una manera digna, sin sensacionalismos, sin abaratarlo ni volverlo burdo, sino con sobriedad y veracidad”.

Después sentencia que los únicos que podían hacerle justicia eran él y su esposa, en el libro que escribían en aquel tiempo: Mushroom Russia and History, y en revistas especializadas.

María Sabina recordaba más tarde que de esa velada Wasson quedó maravillado. ¿Qué exaltó así al micólogo?

Oficio de milagros

La señora tomó una flor del ramillete que había en el altar y poniéndola hacia abajo, como un apagador, extinguió la última llama…

“Yo tenía mis dudas respecto de los hongos. Por una parte deseaba experimentarlos por entero, descubrir qué era lo que experimentaban los indígenas; por otra, quería rechazar sus efectos y permanecer como un observador imparcial. Pero los hongos no me dieron opción. Se apoderaron de mí en forma total y arrebatadora.”

Tales son las palabras con que Wasson describe el inicio de aquella experiencia que llamó ultraterrena. Después, el canto de la chamana se alzó en frases ópticas, las formas repercutían sonidos, se palpaba el olor, se gustaba el color, y la criatura entera se licuaba, voz y ritmo, en armonía con la música de las esferas.

Aquella noche María Sabina bailó su danza de poder y ante los ojos de los extranjeros danzaron interminablemente formas de vivos colores, unas salidas de otras, un ramillete de flores que se transformó en un carruaje imperial tirado por criaturas sólo concebibles en la mitología imaginaria, tapices, brocados, esculturas, arquitecturas en las que no cabía la sencillez. Dice Wasson: “todo era deslumbrantemente abigarrado”.

¿De dónde provenían las visiones? ¿Del interior? ¿Y por qué aparecían esos seres nunca imaginados, aquellos paisajes jamás vistos, estas arquitecturas no soñadas jamás? Todo con una claridad de visión, una contundencia, una nitidez prístina, reciben brotada del taller de la creación.

En su libro El hongo maravilloso: Teonanácatl, Gordon Wasson escribe: “Por primera vez la palabra ‘éxtasis’ adquirió un significado objetivo para mí. ‘Éxtasis’ no era el estado espiritual de alguna otra persona. Ya no era un superlativo trillado, gastado por el uso excesivo y el abuso. Significaba algo diferente y superior en clase, acerca de lo cual ahora yo podía atestiguar con conocimiento”.

Éste fue, en suma, el descubrimiento que Wasson hizo para el mundo civilizado. El estado de gracia de los bienaventurados espectadores del Paraíso no era ya un relato de místicos. La ciencia había atestiguado, a través del micólogo, el oficio religioso en todo su esplendor. Éste no era ya cáscara vana de un rito en el que el misterio sólo asoma parcialmente a los ojos del auditorio, sino uno en el que todos los participantes viven la experiencia divina, arrebatados del mundo gris de la realidad ordinaria al mágico universo donde se tiene la mirada directa la visión del primer día del hombre en la Tierra.

El investigador gritó al mundo que la ministra del misterio estaba viva y que era aquella mujer de nombre María Sabina, con prestigio de sabia ya fincado en su tierra, pero a quien la humanidad entera debía reconocer como una chamana de la más alta categoría. El mundo debía pagar con fama aquel oficio religioso. Así lo dice Wasson:

“Acaso María Sabina no esté mal situada para volverse la más famosa entre los mexicanos de su tiempo. Mucho después de que los personajes del México contemporáneo se hundan en el abismo olvidado del tiempo muerto, quizá su nombre y lo que representó persistan grabados en la memoria de los hombres. Lo merece de sobra”.

Isis sin velo, miles de años después

Después de que Wasson participó en el rito de los hongos sagrados bajo la dirección de María Sabina, allá en la Sierra Mazateca, la ciencia tuvo una clave que no sabía que existía para comprender los misterios, y se hizo la luz para su mundo, como en el Génesis para el mundo hebreo.

A pesar de que él se califica a sí mismo como un hombre profundamente religioso, hay que entender que Wasson quema su incienso en aras de la ciencia: carece de vocación chamánica. Ha reconocido que el uso de las plantas mágicas, en el pasado, siempre estuvo profundamente vinculado a la religión, y que los adeptos a esos ritos tenían por principio no revelar a extraños sus secretos.

Sin embargo, tuvo la buena suerte de que a él se le aceptara en una de esas ceremonias, y se le proporcionara el vehículo de comunión con el mundo de las potencias superiores. Al no pertenecer a la comunidad mazateca y no comulgar con sus creencias, Wasson no estaba obligado, claro, a guardar ningún secreto: Presentada la Diosa, se apresuró, vía la publicidad, a descorrer el velo. ¿Qué apareció? ¿El rostro de Isis? ¿Una visión? ¿Desapareció el Paraíso?

La peregrinación a la choza

Wasson deplora que sus escritos hayan arrojado sobre Huautla una turba de gente sedienta de aventuras, de la más diversa ralea. A algunos les alaba el paseo, si de científicos se trata. De otros se queja: fueron allá, con la más absoluta falta de respeto, sólo a gozar de las alucinaciones que las misteriosas setas producen. Quién más, quién menos, consciente o inconscientemente, todos buscaron ver de frente el arcano.

Por seis lustros consecutivos aquella gran peregrinación de extraños acudió a la choza de la sacerdotisa, encaramada en el cerro Fortín de Guadalupe, cerca de Huautla, para encontrar respuesta a dos preguntas fundamentales: una formulaba la ciencia; otra era aspiración de la mística.

Unos registraron y analizaron cada una de las partes del rito de los hongos sagrados como un evento cultural superviviente de un pasado remoto: la preparación previa, la acción ceremonial, los efectos de la mágica comunión, e incluso las sustancias activas del divino manjar. Establecieron relaciones con mitos de éste y del otro continente, e inundaron el mercado con sus puntos de vista, destinando sus libros y revistas especializados “al público genuinamente interesado para que cuente con información veraz a este respecto”.

Otros, desahuciados de la ciencia y hartos del mundo de la industria, el comercio y la publicidad, fueron allá a encontrar el misticismo que había perdido el hombre. Dejemos que Robert Graves explique esta frustración a su manera: “Hoy en día, los mayores consuelos para mitigar la vida comercial e industrial son: la religión organizada, la diversión organizada y la bebida. Puede que la religión organizada aquiete el alma, pero, aparte de las sectas más extáticas, casi nunca la purga. La diversión organizada distrae, pero no ilumina la mente… Casi sobra decir que la bebida adormece pero nunca da paz, salvo en los casos en que acarrea la muerte, y siempre con un preludio de violencia”.

No es éste el lugar para discutir si los que fueron a ver a María Sabina sin espíritu científico alguno son o no místicos. Baste recordar que en este campo, como en todos los otros, hay actores grandes y pequeños. ¿Cuántos murieron en la Edad Media por no poder convencer a las autoridades del carácter divino de sus visiones?

Para María Sabina, y en general para la comunidad mazateca, ninguno de los extraños que fueron tenía realmente por qué acudir a los honguitos, incluido Wasson. Tal sentimiento se infiere de las palabras que recogió Álvaro Estrada de la chamana:

“Es cierto que Wasson y sus amigos fueron los primeros extranjeros que vinieron a nuestro pueblo en busca de los niños santos y que no los tomaban porque padecieran de mal alguno. Su razón era que venían a encontrar a Dios.

”Antes de Wasson nadie tomaba honguitos simplemente para encontrar a Dios. Siempre se tomaron para que los enfermos sanaran”.

Sin embargo, es probable que en este tiempo nadie estuviera más necesitado del alivio de esas plantas mágicas que los hombres de la civilización industrial, que habían declarado muerto a Dios y habían relegado a la mística al cuarto de los cachivaches.

Huautla ahora: ¿qué pasó por aquí?

Del “idílico paraíso indio” que Wasson visitó por primera vez en 1953 queda poco o nada. Nadie usa ya el camino real que va de Teotitlán a Huautla para subir la Sierra Mazateca, a excepción hecha de los aborígenes que suben y bajan por allí porque no cuentan con recursos suficientes para pagar el pasaje en autobús.

Llegué a Teotitlán del Camino el 25 de septiembre de 1984 en la madrugada, unas dos horas antes de amanecer. Llovía a cántaros. Ya había clareado cuando conseguí un “aventón” en una “troca”. Emprendimos el ascenso a la sierra en medio de una lluvia que se fue haciendo cada vez más ligera hasta convertirse en llovizna y, finalmente, en una brisa suave que empujaba a las nubes descubriendo las monumentales montañas.

Estaban pavimentados algunos tramos de lo que pensé sólo fuera un camino de terracería, y lo comenté al conductor. Él contestó, con una picardía no exenta de amargura, que, según un informe de la década de los setenta, ese camino estaba pavimentado en su totalidad.

Bajé del camión en San Jerónimo, unos 20 kilómetros antes de Huautla. Allí encontré la primera respuesta viva de un mazateco sobre la experiencia de los honguitos: “Te ataranta; ves cosas; platicas con Dios”. Y en Puente de Fierro, a ocho kilómetros de Huautla, la segunda, por boca de una mujer que me quería vender un lote de hongos: “Es como la televisión”, dijo.

Ascendí a Huautla por el camino real. Era una tarde húmeda y calurosa. El cielo estaba despejado y azul. Cerca del crepúsculo arribé a aquel poblado: la única localidad indígena con rango de ciudad en territorio mexicano.

Muchos niños, aquí y allá, mientras caminaba por las calles del pueblo, se acercaron a ofrecerme honguitos o alojamiento. No oí aquella tarde la dulce palabra “dalí” con la que los mazatecos se saludan: todos me saludaron en castellano.

No acepté honguitos aquella noche. Alquilé una cabaña, y después de beber un poco de café dormí con sueño inquieto sobre un petate en piso de madera. Por la ventana asomaban las estrellas temblando, pálidas y lejanas. Un sentimiento extraño me embargaba, mezcla de curiosidad y de anhelo. Me sentía como un profanador más en una tierra profanada y saqueada. Soñé repetidamente las frases de Rulfo: “–¿Qué pasó por aquí? –Un correcaminos, señor. Así les nombran a esos pájaros”.

Cayetano, contacto ayer y hoy

Por aquí pasaron las hordas de la civilización, pensé, al día siguiente, caminando por Huautla.

Así como se supone que el hombre, en la prehistoria, dio origen a las formas de organización social formando hordas unidas por un solo propósito específico, sin jefes, sin mandos, así fueron los hombres del Siglo XX a Huautla, en desbandada de la organización social de nuestro tiempo, con el único fin de conocer los hongos mágicos.

Esto pensaba caminando rumbo a la casa de Cayetano García, observando el intenso comercio en el poblado, asombrado de encontrar tantas tiendas, restaurantes, hoteles y hasta un banco. Sobre el Plan de la Salida, rumbo al Cerro del Fortín, me detuve en el umbral de un amplio cuarto acondicionado como aula de escuela primaria. Un joven daba clase.

–Buenos días –dije–. ¿Es aquí la casa de Cayetano García?
–¿Qué se le ofrece? –contestó.
–Busco a don Cayetano. Quiero hacerle unas preguntas.
–¿Sobre qué?
–Sobre su relación con Wasson y María Sabina.

Titubeó. Yo sonreía. Al fin dijo: “Un momento”, y después de poner un ejercicio a sus alumnos el joven me condujo, bajando una escalera de piedra a un lado del aula, hacia el interior de la casa.

Reconocí, por la disposición de la vivienda, el cuarto donde Wasson pasara su primera velada de hongos con María Sabina, más de 29 años antes. En el piso superior, en el salón de clases, se oía la alharaca de los niños que, aprovechando la ausencia del profesor, tomaban un pequeño recreo. Sus gritos eran voces en castellano.

Antes de tres minutos entró a la habitación un anciano de gesto amable. Saludó en español. Yo contesté con la palabra mazateca. Sonrió. “Dalí”, me dijo con voz suave y me tendió la mano, que retiró rápidamente después de rozarnos los dedos apenas.

Me presenté. Hablamos largo rato. Sí, se acordaba de Wasson. Incluso tenía un libro que él le había dado, con disco y todo, de una velada de hongos oficiada por María Sabina. Después vinieron los hippies, y todo cambió. “Antes los honguitos no se compraban ni se vendían. Nuestros abuelos ellos mismos los iban a recoger, porque para ellos eran muy sagrados… Hace aproximadamente veinte años que se empezó a vender”.

La amistad de Cayetano con María Sabina era anterior a la llegada de Wasson a Huautla. La sabia había atendido a sus hijos de múltiples enfermedades, siempre con buen éxito, y le había ayudado a resolver los problemas que se le presentaban cuando ocupara el cargo de síndico municipal, en la década de los cincuenta.

En aquel tiempo María Sabina ya tenía bien fincado su prestigio de sabia en su tierra. Tomó ascendiente sobre hechiceros y curanderos, e incluso sobre sabios que ejercían la profesión antes que ella. Sus curaciones milagrosas y su gran voz llevaban hasta su casa una peregrinación de paisanos atribulados, que buscaban alivio y soluciones en los pases mágicos y en las palabras de la sabia.

¿Cómo ganó María Sabina aquel prestigio?

Ramón Méndez cuando realizó la entrevista a la curandera

Encuentro con los hongos

Tenía seis o siete años y ya era huérfana de padre. Vivía en con su mamá y con su hermana en casa de sus abuelos maternos, en el cerro Fortín de Guadalupe. Se ocupaba de la crianza del gusano de seda, y de cuidar pollos y, ocasionalmente, cabras. Eran tiempos de hambre para la casa de Sabina:

“Creo que nuestra voluntad por vivir era muy grande, más grande que la voluntad de muchos hombres. La voluntad de vivir nos mantenía luchando día con día, para, finalmente, conseguir un bocado que aliviara el hambre que María Ana y yo sentíamos.”

En ese tiempo, un tío de María Sabina, Emilio Cristino, cayó enfermo; tenía varios días sin levantarse cuando fue a atenderlo el sabio Juan Manuel, llamado por la abuela de Sabina. Llevaba consigo un envoltorio de hojas de plátano que trataba con mucho cuidado. La niña, curiosa, quiso saber qué había en las hojas. Juan Manuel la detuvo con una mirada autoritaria:
‑Nadie puede mirar lo que aquí traigo, no es bueno. Una mirada curiosa puede descomponerlo.

Decía María Sabina que la curiosidad la hizo mantenerse despierta. Aquella noche presenciaría por primera vez una velada de hongos:

“Juan Manuel desenvolvió las hojas de plátano. De ahí extrajo varios hongos frescos y grandes, del tamaño de una mano. Yo estaba acostumbrada a ver esos hongos en el monte donde cuidaba los pollos y las cabras… Vi como el sabio Juan Manuel encendía velas (y) repartía los hongos contándolos por pares… Más tarde, en la oscuridad, hablaba, hablaba y hablaba… cantaba, cantaba y cantaba… Eran un lenguaje diferente al que nosotros hablamos en el día. Eran un lenguaje que sin comprenderlo me atraía.”

El tío Emilio Cristino se puso de pie en la madrugada, y en dos semanas había recuperado la salud.

Unos días después de la velada, mientras cuidaban los pollos y las cabras, María Sabina y María Ana estaban sentadas bajo un árbol “cuando de pronto pude ver –contó María Sabina‑, al alcance de mi mano, varios hongos. Eran los mismos hongos que había comido el sabio Juan Manuel, yo los conocía bien. Mis manos arrancaron suavemente un hongo, luego otro. Muy cerquita, los observé. –Si yo te como, a ti, y a ti, sé que me harán cantar bonito… ‑les dije”.

La Sabina afirmaba que aquel encuentro fue un nuevo aliento para sus vidas: “En los días que siguieron, cuando sentíamos hambre, comíamos hongos. Y no sólo sentíamos el estómago lleno, sino también el espíritu contento. Los hongos hacían que pidiéramos a Dios que no nos hiciese sufrir tanto, le decíamos que siempre teníamos hambre, que sentíamos frío. No teníamos nada: sólo hambre, sólo frío”.

Unas veces su abuelo, y otras su madre, recogían a las niñas en estado de trance –su cuerpo en tierra y sus espíritus volando por el País de las Maravillas‑ para llevarlas a su casa. No hubo nunca regaños ni golpes por ese motivo. Las hermanitas encontraron, a la vez, un juguete y una tortilla, que desde una morada utraterrena venía cada temporada de lluvias a aligerarles el peso de su miseria.

Con la primera unión conyugal de María Sabina los honguitos se retiraron de su vida, pues la regla dice que quien los toma no debe tener trato sexual por lo menos cuatro días antes y cuatro después de la velada. Aquella unión duró seis años, al cabo de los cuales su marido murió, en tierra caliente, a causa “de la enfermedad del viento”. La herencia que dejó fueron tres hijos: Catarino, Viviana y Apolonia.

La entrega del libro

Unos años después de que Sabina enviudó por primera vez, su hermana María Ana enfermó gravemente. Se contrataron curanderos para aliviarla, pero no pudieron hacerlo: la enfermedad avanzaba ante la impotencia de los curanderos y el pesar de María Sabina.

Un día que imaginó a su hermana muerta, María Sabina decidió pedirles ayuda y poder a los honguitos. Aquella resolución, a la postre, la convirtió en la chamana más famosa del siglo.

“La velada en que curé a mi hermana María Ana, la hice como los antiguos mazatecos. Usé velas de cera pura; flores, azucenas y gladiolas… En un brasero quemé copal y con el humo sahumé los niños santos que tenía en las manos. Antes de comérmelos les hablé, les pedí favor. Que nos bendijera, que nos enseñara el camino, la verdad, la curación. Que nos diera el poder de rastrear las huellas del mal para acabar con él.”

María Sabina no sabía, en aquel momento, que su petición la iba a ligar, de por vida, al oficio chamánico que asombraría al mundo. Esa noche dio a su hermana tres pares de hongos, y ella misma comió más de treinta, para tener poder inmenso.

En efecto, el poder se puso a su servicio y, a la vez, la obligó al ministerio de servir a sus semejantes. María Sabina estuvo sobando suavemente a su hermana, hasta que sobrevino una hemorragia. No tuvo miedo porque su fe estaba puesta en el espíritu de los hongos. Sabía que curaban a su hermana a través de ella, y a ella le gustaba curar y le gustaba la canción que cantaba.

Cuando María Ana se durmió, María Sabina tuvo la visión de unos Seres Principales que, en una mesa, revisaban libros. Ella sabía que esos seres no eran de carne y hueso, “no eran de agua y tortilla”. En la mesa apareció un libro abierto, tan blanco que resplandecía. El libro fue creciendo hasta alcanzar el tamaño de una persona…

Dijo la maga que uno de los Seres Principales le habló: “María Sabina, éste es el Libro de la Sabiduría. Todo lo que en él hay escrito es para ti. El Libro es tuyo, tómalo para que trabajes…”

Desaparecieron los Seres Principales y la Sabina quedó sola ante el libro. “Empecé a hablar. Entonces me di cuenta de que estaba leyendo el Libro Sagrado del Lenguaje… Yo había alcanzado la perfección. Ya no era una simple aprendiz. Por eso, como un premio, como un nombramiento, se me había otorgado el Libro”.

Al saberse en la región que María Sabina había curado a su hermana, la gente empezó a llevar a su casa a sus enfermos para que los sanara. Su prestigio se extendió hasta Tenango, Río Santiago, San Juan Coatzospan y, finalmente, trocado en fama, a todo el mundo.

Ni sus curaciones ni su fama aliviaron la pobreza de la Sabina. Más bien, su ministerio fue un trabajo adicional por el que nunca recibiría otra recompensa que la de andar en boca de la gente. Así lo dijo ella: “Un sabio como yo no debe cobrar por sus servicios, no debe lucrar con su sabiduría. Quien cobra es un mentiroso. El sabio nace para curar, no para hacer negocio con su saber… con las cositas no se debe negociar”.

Doce años pasó viuda, durante los cuales sembraba maíz y frijol, revendía pan y velas en los pueblos circunvecinos a Huautla, o cazuelas que compraba en Teotitlán del Camino. Después, volvió a casarse y, al cabo, a enviudar, lo que le facilitó que se dedicara a su ejercicio chamánico en forma permanente.

El Lenguaje de la Sabiduría

Cuando Robert Gordon Wasson conoció a María Sabina, ella estaba en el apogeo de su poder. Era una señora grave y digna. Según decía ella misma, una vez que recibió el Libro de la Sabiduría pasó a formar parte de los Seres Principales, con quienes muchas veces se sentó a beber cerveza y aguardiente. Se hizo conocida en el cielo y la gente importante supo que había nacido.

“Yo soy quien habla con Dios y con Benito Juárez, soy sabia desde el mismo vientre de mi madre, que soy mujer de los vientos, del agua, de los caminos, porque soy conocida en el cielo… Soy hija de Dios y elegida para ser sabia. En el altar que tengo en mi casa, están las imágenes… (que) me ayudan a curar y a hablar. En las veladas, palmeo y chiflo, en ese tiempo me transformo en Dios…”

María Sabina decía que el día en que Cayetano llegó a su casa para avisarle que había decidido presentarla a unos hombres rubios se explicó la visión que tuviera unas noches antes, en una velada en la casa del síndico, de unos seres extraños.

“Parecían personas pero no eran familiares, ni siquiera parecían paisanos mazatecos”. Le dijo lo que veía a Guadalupe, la esposa de Cayetano, y le pidió que le ayudara a rezar. Doña Guadalupe rezó a Dios Cristo. Aquellos eran los extranjeros que llegaban a asomarse al misterio y que, a la larga, cambiarían no sólo su vida, sino la de toda la gente mazateca: los honguitos se lo habían avisado.

Ella insistió siempre, ante los fuereños, en que los honguitos son la sabiduría, y que esa sabiduría es lenguaje. Wasson y todos los que fueron después repiten con frecuencia esas palabras pero, al relatar sus experiencias, recae su énfasis en el terreno de las alucinaciones. El ojo se sobrepone al oído, tal vez porque hacemos el mundo más con los ojos y cada vez oímos menos.

Del lenguaje del que habló la chamana, ningún investigador ha podido dar noticia por cuenta propia. Todos hablan del lenguaje de ella, que califican como poético y elevado, y a ella la sitúan como una de las voces más nítidas e importantes de la poesía indígena del México contemporáneo.

Otra vez démosle voz a la Sabina, sobre el relato que recogió de su boca Álvaro Estrada: “Todo mi lenguaje está en el Libro que me fue dado. Soy la que lee, la intérprete. Ése es mi privilegio… Aparece el Libro y ahí empiezo a leer. Leo sin titubear… las cositas son las que hablan. Si digo: ‘Soy mujer que sola caí, soy mujer que sola nací’, son los niños santos los que hablan. Y dicen así porque brotan por sí solos. Nadie los siembra. Brotan porque así lo quiere Dios. Por eso digo: ‘Soy la mujer que puede ser arrancada’, porque los niños pueden ser arrancados… y ser tomados… Deben ser tomados tal y como son arrancados… No se necesita más”.

El lenguaje robado

María Sabina había permitido a Wasson, según el mismo acepta, que le tomara fotografías en estado de trance, a condición de no enseñarlas. Mostrarlas, dijo, sería una traición. De la grabación de los cantos, la sabia no se enteró sino años después, cuando el micólogo fue a darle personalmente el disco y el aparato para tocarlo.

La obra (libro y disco), producto de un equipo multidisciplinario, es hermosa realmente; las fotografías son espléndidas; el lenguaje de la chamana, rico en imágenes y símbolos, poderoso y suave, nítido y contundente. Pero el precioso e inapreciable documento es, al fin y al cabo, una traición.

Así lo dijo María Sabina a Ignacio Ramírez, unos cuatro meses antes de su muerte: “Mucha gente se aprovechó de mí… Recuerdo aquella vez cuando volvió a llegar Wasson. Me regaló un disco en el que venían mis cantos. Le pregunté cómo le había hecho. Nunca imaginé oírme a mí misma… Estaba disgustada porque en ningún momento le había pedido a Wasson que robara mis cantos. Mucho tiempo anduve llorando por esto y el insomnio no me dejaba dormir”.

Wasson sólo pudo pagar con fama aquel oficio de milagros, con el rédito de él colgando como un lastre. Se lo dijo así a la sacerdotisa la última vez que la vio, según contó ella misma: “María Sabina, tú y yo viviremos aún por muchos años”.

Después de Wasson llegaron a la choza de la Sabina muchos extranjeros en busca de los hongos maravillosos, y no porque estuvieran enfermos, sino para “conocer a Dios”.

“El día que por primera vez –contó María Sabina a Álvaro Estrada‑ hice una velada ante los extranjeros no pensé que algo malo fuera a suceder, pues la orden de atender a los rubios venía directamente de la autoridad municipal, con la recomendación del síndico Cayetano García, amigo mío. Pero, ¿qué resultó?: pues que ha venido mucha gente a buscar a Dios…

”En cierto tiempo vinieron jóvenes de largas cabelleras, con vestiduras extrañas… El uso indebido que los jóvenes hicieron de las cositas fue escandaloso. Obligaron a los principales de la ciudad de Oaxaca a intervenir en Huautla…”

Al iniciarse la década de los setenta, en efecto, los hongos mágicos se habían convertido en una droga “narcótica” reglamentada por el Código Sanitario y sancionada por el Penal. La persecución policiaca alcanzó a la famosa sabia María Sabina de Huautla. Llegaron por ella agentes federales y del estado de Oaxaca. Esculcaron su casa. La subieron a un automóvil junto con los honguitos que hallaron en el altar, una botella de San Pedro (tabaco rústico molido con ajo y cal), fotografías y reportajes, y hasta con el disco y “el objeto para tocarlo” que le había regalado Gordon Wasson.

La llevaron a la Presidencia Municipal. No se entabló juicio, claro, pero no le devolvieron sus cosas. La dejaron inmediatamente en libertad. No habían encontrado lo que buscaban; la mariguana todavía no se conocía en Huautla.

María Sabina le dijo al presidente municipal, Genaro Terán: “Tú sabes que nuestra gente no usa el tabaco que ese desdichado afirma que yo vendo. Me acusa de traer gringos a mi casa. Ellos llegan a buscarme. Me toman fotografías, platican conmigo. Me hacen preguntas, las mismas que ya he respondido muchas veces… y se van después de tomar parte en una velada…”

El nuevo lenguaje de los hongos

María Sabina se paseaba impaciente. Su respiración se oía como un fuelle pequeño, apenas del tamaño de sus pulmones. La desnutrición de por vida iba replegando bajo su piel a su alma grande. La chamana llevaba encima el peso de todos los que había curado: “Me han enfermado. Estoy débil, me obligo para hablar. Estoy abandonada. Creo que estoy pagando las consecuencias. Cargo las enfermedades de todos los que curé. Ya casi ni duermo”.

La famosa sacerdotisa resumió el hecho y sus consecuencias: “Vinieron muchos extranjeros a buscar a Dios. Unos dicen que vienen a curarse… Dicen que tienen azúcar en la sangre. No conozco esa enfermedad. Sólo sé que el espíritu es quien enferma. Y el espíritu es quien enriquece; las personas que han alcanzado la fortuna es porque sus espíritus han viajado al reino espiritual de la riqueza.

”Desde el momento en que los extranjeros llegaron a buscar a Dios, los niños santos perdieron su pureza. Pedieron su fuerza, los descompusieron. De ahora en adelante ya no servirán. No tiene remedio. Antes de Wasson yo sentía que los niñitos santos me elevaban. Ya no lo siento así. La fuerza ha disminuido”.

Los últimos treinta años de su vida fueron de intensa actividad para María: además de buscar el sustento con su propio trabajo, tuvo que hacer lugar para oficiar y desvelarse por propios y extraños, curar y hablar, contar su vida a más de tres, ir a la cárcel, a la televisión, al cine, y finalmente al hospital, varias veces. Por todo este ajetreo, a la mujer espíritu se le dio fama por alimento.

Encima, la despojamos del único tesoro que tuvo: el estado de gracia en que vivía como oficiante de misterios que era, el Dorado de las leyendas que las hordas de la civilización fuimos a buscar a su choza durante seis lustros consecutivos.

Pagamos el descubrimiento llevando la civilización a la sierra. Los honguitos ya no se recogen en las cañadas, ahora se compran. Dejaron de pertenecer a la comunidad mazateca. Así lo dijo un anciano chamán a Álvaro Estrada, en 1969:

“Lo terrible, escucha, es que el hongo divino ya no nos pertenece. Su Lenguaje ha sido profanado. El Lenguaje ha sido descompuesto y es indescifrable para nosotros…

”‑¿Cómo es ese nuevo lenguaje?

”‑¡Ahora los hongos hablan nguilé (inglés)! Sí, es la lengua que hablan los extranjeros…”

Plan de la Salida

Todavía regresé a la casa de Cayetano a preguntarle:
‑Don Cayetano, ¿no se siente usted mal, no se arrepiente de haber presentado a Wasson con María Sabina?
‑No. ¿Por qué?
‑Pues todo está tan cambiado aquí, y usted en cierta forma es el responsable de ello. Ayer dijo que antes los honguitos no se compraban ni se vendían, que sus abuelos ellos mismos los iban a recoger. Y ahora ya ve, se ofrecen en la calle, hay un comercio.
‑No. No me arrepiento. Hice lo que debí hacer… Y del comercio, le voy a decir: De los honguitos no puede hacerse rica una persona porque Dios lo está viendo todo. Ese dinero no se sabe cómo se gasta porque es de Dios.
‑Pero, ¿y del trato que les dan los jóvenes, no se siente mal?
‑No. Me siento bien. Tengo la conciencia tranquila. Con las costumbres de los que vienen, allá ellos. Para nosotros los hongos siguen siendo sagrados.

Regresé como salido de un derrumbe. El sol de la chamana declinaba. En la escuela ningún niño vestía a la usanza mazateca. Todos hablaban español. Todavía, hice un repaso de la tragedia de la Sabina:

“Los honguitos me revelaron cómo era yo: Es una visión en que me veo convertida en un feto. Un feto iluminado. Y sé que en el momento en que nací estaban presentes los Seres Principales. También estaba el corazón de Cristo… Después era una niña, y los niños santos vinieron a jugar conmigo… Una vez me llevaron con los Seres Principales y me dieron un Libro…

”Los niños santos hablaban por mí. Sabía el Lenguaje… De pronto me vi rodeada de extranjeros que vinieron a buscar a Dios: me robaron todo, hasta mis cantos, y fui a parar a la cárcel…

”La última vez que comí hongos –contó María Sabina a Ignacio Ramírez‑ subí al cielo. Dios me dijo: ‘Qué andas buscando? Ya no comas más hongos, de lo contrario te vas a quedar en el camino y ya no vas a regresar… Ahora tengo pesadillas, estoy muy débil. Creo que hasta los hongos me van a matar…”

Entre los investigadores aún se discuten las visiones y todavía no se vislumbra el contenido del lenguaje que fuimos a buscar en los hongos maravillosos. María Sabina tuvo respuestas para todos. ¿Quién la oyó? Ella, que sabía el lenguaje, no podrá decir más. Nos quedamos sin intérprete en un país extraño.

Ella ya está en el cielo, donde era conocida de antes, en alegre ágape con los Seres Principales de los que forma parte, ahora para la eternidad.

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Cantos chamánicos de María Sabina (fragmentos grabados por Robert Gordon Wasson en una velada del verano de 1957)

Nadie se interpone, nadie pasa.
Nadie nos espanta, nadie hace dos caras.
Señor San Pedro, Señor San Pablo.
Justicia que es buena, ley que es pura.
Ley que es clima buena…
¡Anímate!
Con constancia,
Con leche de mamar, con rocío.
Con frescura, con ternura.
Nadie que espanta, nadie que hace dos caras.
Voy a dar justicia hasta la casa del cielo.

Hasta delante de tu vista, delante de tu gloria.
Mi madre patrona, madre princesa, corazón de Jesús.
¡Que viva!
Soy la mujer licenciada, soy la mujer de trámites.
Nadie se interpone, nadie pasa.
Soy mujer de justicia, mujer de ley.

Soy mujer limpia, soy mujer buena.
Mujer espacio soy.
Mujer de día soy.
Mujer de luz soy.
Nadie que le espanta.
Nadie me hace dos caras.
Mujer licenciada soy, mujer de trámite soy.
Le voy a dar cuenta a mi Señor.
Y le doy cuenta al juez.
Y le doy cuenta al gobierno.
Y doy cuenta al Padre Jesucristo.

Y mi madre princesa, madre patrona, ay Jesús, Padre Jesucristo.
Mujer de peligro soy, mujer de hermosura soy.
Le queda mi Libro.
Mi querido obispo, bueno, limpio.
Mi buena y limpia oración.
Mi buena y limpia monja, ay Jesucristo.
Nadie que me espanta, nadie que me hace dos caras.
Mujer licenciada soy, mujer de trámites soy.
Voy al cielo, Jesucristo.

Y la ley me conoce, el gobierno me conoce.
Y me conoce el juez, y me conoce Dios, Padre Jesucristo.
Mujer licenciada soy, mujer de trámites soy.
Voy al cielo, allí está mi papel.
Allí está mi Libro.
Hasta delante de tu vista, hasta delante de tu boca, tu gloria.
Ay Jesucristo, ay Ave María, y Jesucristo…

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Bosquejo biográfico

María Sabina nació el 17 de marzo de 1894 en Río Santiago, municipio de Huautla de Jiménez, Oaxaca, y murió en la capital de ese estado el 22 de noviembre de 1985, a causa de una tromboembolia pulmonar.

Sus padres fueron Crisanto Feliciano y María Concepción. Tuvo una sola hermana, María Ana, más de dos años menor que ella. Su padre murió poco después de haber nacido María Ana. Al quedar viuda, María Concepción volvió a casa de sus padres, con sus dos hijas. Ya entonces estaban instalados en el Cerro del Fortín, junto a Huautla, donde María Sabina pasó prácticamente el resto de su vida.

María Sabina presenció por primera vez una ceremonia de hongos sagrados cuando tenía seis o siete años. Ofició la velada el sabio Juan Manuel, para curar a Emilio Cristino, tío de la niña. Días después María Sabina y María Ana reconocieron en el campo los hongos que había comido Juan Manuel: con ello descubrieron un juguete y un pan.

A los 14 años fue dada en matrimonio (no hubo boda) a Serapio Martínez. Procreó con él tres hijos. A los seis años de su unión quedó viuda. Más de diez años después aceptó hacer vida marital con Marcial Carrera. En ese lapso, ella había empezado a ejercer su oficio de sabia, que se vio suspendido por su compromiso marital, pues la regla establece que para manipular los honguitos debe estarse en abstinencia sexual. La unión duró 13 años, durante los cuales engendraron seis hijos; de ellos sólo vivía Aurora cuando María Sabina contó su vida a Álvaro Estrada, y dos de su primer matrimonio cuando habló con Ignacio Ramírez cuatro meses antes de su muerte.

Al quedar viuda por segunda vez, María Sabina ejerció nuevamente el oficio de milagros que la llevó a la fama. En 1955 la “descubrió” Robert Gordon Wasson, y después de él la visitaron afamadas personalidades: Roger Heim, Fernando Benítez, Gutierre Tibón, Henry Munn, y dice la leyenda, no creíble, que hasta Walt Disney y los Beatles.

Alguna vez estuvo detenida a causa de su manejo de plantas sagradas. Actuó su propia vida en una película. Vivió un mito, y murió como vivió: en la miseria, aunque tuvo las llaves del reino espiritual de la riqueza. RME

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La aventura científica

La primera mención antropológica del uso de los hongos maravillosos en México se debe a fray Bernardino de Sahagún: “Hay unos honguillos en esta tierra que se llaman teonanácatl… son redondos y tienen el pie altillo, y delgado, y redondo. Comidos son de mal sabor, dañan la garganta y emborrachan… los que los comen ven visiones y sienten bascas en el corazón”.

También hablan de ellos Diego Durán, Motolinía, Francisco Hernández (quien menciona tres especies distintas), Jacinto de la Serna y Ruiz de Alarcón. Después, los honguitos mágicos desaparecieron virtualmente del panorama de la literatura antropológica, sin que se les llegara a identificar botánicamente.

El primer intento de identificación científica de los hongos sagrados, ya en el Siglo XX, se debe a William R. Safford, quien concluyó que ni los aborígenes de este continente ni los cronistas españoles sabían lo suficiente sobre micología, y que habían confundido con hongos a los botones secos de mescal*, cierto cacto, también alucinógeno, que crece en los desiertos del norte de México y del sur de Estados Unidos.

Sin embargo, los asertos de Safford fueron desafortunados, y en 1936 Robert Weitlaner encontró, por primera vez para la ciencia, los hongos maravillosos en territorio mazateco. Envió una muestra al doctor Blas Pablo Reko, quien a su vez la remitió al Museo Botánico de Harvard, donde no se logró la identificación a causa del avanzado estado de deterioro que presentaron los hongos al llegar a su destino.

En 1938, R. Weitlaner, su hija Irmgard y el novio de ésta, Jean Basset Johnson, lograron, en Huautla, que les permitiera presenciar una velada sacramental del hongo, pero no se les hizo partícipes del ágape.

El mismo año, Richard Evans Schultes y B.P. Reko obtuvieron, también en zona mazateca, tres especies distintas de hongos que, según dijeron los informantes que se los proporcionaron, eran reverenciados por sus poderes visionarios, y Reko hizo, en 1939, una descripción muy detallada de esas setas.

Después de las pesquisas de Weitlaner, Johnson, Schultes y Reko vino la Segunda Guerra Mundial, y este tipo de investigaciones quedó suspendido hasta que, en la década de los cincuenta, Robert Gordon Wasson retomara el tema, en el que estaba involucrado desde su bota con Valentina Pavlova, por una curiosa anécdota de su reacción diametralmente opuesta ante los hongos durante su luna de miel. Supo interesar en la materia a eminentes personalidades y con ese equipo la ciencia logró grandes avances en ese campo.

Se identificó botánicamente a los hongos mágicos en tres especies fundamentales, con variantes: Psilocybe caerulences (por Roger Heim), Panaeolus campanulatos o P. sphinctrinus (por David Línder) y Stropharia cubensis(por Rolf Sínger), a las que se agregó después la Amanita muscaria, que el poeta inglés Robert Garves identifica con Dionisio, el dios griego de la juventud, la embriaguez y la alegría, y con el hindú Agni, regente del fuego.

Albert Hofmann, el químico célebre por su descubrimiento de la LSD, aisló los principios activos de las tres primeras especies de hongos citadas: la psilocibina y la psilocina.

Ahora el teonanácatl se puede cultivar en laboratorio y sus principios activos pueden obtenerse sintéticamente. RME

* Reportaje publicado en dos partes los días 7 y 9 de febrero de 1986 en el periódico El Nacional. Lo reproduzco aquí con una corrección: vuelvo al texto original, redactado en primera persona del singular, que algún corrector anónimo de aquel cotidiano desaparecido había trocado por la primera del plural, para invitar amablemente a los lectores al paseo.

Insistí en el tema con algunos textos críticos sobre el desempeño chamánico de Maria y el trabajo de investigación de Wasson, publicados en diversos medios, los cuales reorganizo en el ensayo De lo que sabía la Sabina, una contribución al esclarecimiento del lenguaje de los hongos maravillosos, que pronto aparecerá en este espacio. RME

** Lophophora Williamsi es la designación científica del cacto, conocido comúnmente también como peyote, peyotl en lengua azteca, nombre que abarca un grupo de unas 30 plantas medicinales, por lo que opto por llamarlo de la manera en que lo hacía el brujo yaki Juan Matus, objeto de estudio del antropólogo Carlos Castaneda, que acabó siendo discípulo de aquél.

EN  PLAN  DE  HERENCIA
Cuento de Ramón Méndez Estrada, proveniente de «Tzitzilin y otras lecciones del lado de moridor» (2008)

El mejor borracho que he conocido fue, sin duda, Carlos Estrada. Comerciante excelente y jugador de corazón, era capaz de correrse una juerga por meses enteros sin que eso estorbara sus actividades cotidianas, fuera de los perjuicios causados por su pasión a la baraja, pues ésa sí a veces lo perdía.

Aunque llegó a cometer algunas fechorías, nunca fueron en mal grave de nadie y tenían carácter más bien de travesuras; siempre fue una persona dispuesta a servir de la mejor manera, incluso sin haber de por medio beneficio específico para él, y aun dispuesto a tomar por el lado amable la adversidad y al calor de una broma alguna desconsideración a su persona, por ejemplo una vez, tras dura faena a la que convidó a un amigo en servicio de una señora, y al final ésta sólo les dijo: “Mil gracias”.

–Órale, vale: quinientas para ti y quinientas para mí –dijo en tono festivo don Carlos.

En su mejor época, después de algunas florecidas por varios negocios de carnitas, tuvo una cantina en la Calzada del Panteón, el Cinco de Oros, nombre tomado de la carta con que la ganó en un albur, y el cual conservó su nuevo dueño cuando don Carlos la perdió de manera análoga a como la había conseguido, ambas jugadas en sendas parrandas memorables, y las dos a elegir entre la Sota de Copas y el Cinco de Oros. En la primera los oros le dieron el triunfo y en la segunda las copas lo vencieron.

En su casa ubicada junto a la perdida cantina emprendió, todavía, un negocio más: la venta de frutas y verduras, emparentada a su fortuna también por el azar, que forzaba a su favor su propia audacia. Su comienzo ocurrió la mañana siguiente a la noche en que había perdido la cantina, cuando don Carlos estaba sentado en el umbral de su vivienda con la resaca a cuestas y sin quinto en la bolsa. Pasó entonces por allí una troca cargada de papaya, proveniente de Tierra Caliente, la cual detuvo.

–¿Cuánto por el camión? –preguntó.

Dicho el precio, ordenó: “Aquí descárgalo”.

El chofer calculó la venta temprana como un ahorro del viaje hasta San Juan, no muy lejos, pero más complicado para la maniobra por la actividad del mercado. Los macheteros hicieron la faena, y cuando terminaron don Carlos le dijo al chofer: “Vente por tu dinero a las cuatro”.

El hombre lo pensó. Subir la mercancía otra vez para llevarla hasta el mercado era una labor dura, que les duplicaría el trabajo. Optó por volver.

Don Carlos organizó ese día una gran barata de papaya en la colonia del Panteón y barrios vecinos. Sirvieron de ayudantes sus propios hijos y la pandilla de éstos, con carretillas y carritos. Cuando el del camión volvió a la hora convenida el comerciante tenía ya el dinero de la carga y más, le sobraba casi la mitad de la fruta, estaba cuete otra vez y muy alegre.

La frutería y verdulería prosperó como pocos negocios lo habían logrado en el barrio, llegó a convertirse en abastecedora de los puesteros de La Garita, que la preferían sobre las bodegas de San Juan por su cercanía. Pero, como dice el refrán, “lo que fácil llega fácil se va”, también esa empresa llegó a su fin sin muchas vueltas.

Luego don Carlos se fue a vivir a la capital, donde instaló frente a la iglesia de una colonia popular un puesto también de frutas y verduras, cuyo primer abasto fue una donación de bodegas de La Merced. Para lograrlo, el comerciante llevó a su hermano Trinidad, menor que él, a la colecta, y contrató a un cargador con un diablo grande.

Don Carlos se metió a cuatro o cinco bodegas y encomendó a su hermano, bien parecido, que distrajera a las cajeras de los comercios. Al diablero sólo le decía, señalando cajas y costales: “Échate éste y ése. Espérame en la esquina”. Vale aclarar que el acopio no obedeció a un plan premeditado, sino al simple ejercicio del poder y la desenvoltura usual del emprendedor provinciano, y no hubo tropiezo alguno.

Levantado su puesto, el comerciante corría en las tardes una pequeña juerga en la que generalmente también jugaba baraja. Si perdía, al día siguiente eran sus clientes quienes tenían que cooperar para refaccionar el negocio: les contaba el cambio una, dos, tres veces, y al final les acomodaba el dinero y se los daba junto, teniendo el cuidado de dejar caer un billete a su custodia. Al rato regresaban a preguntar, pero él les hacía la observación de las veces que había contado el dinero y lo daban por perdido. Ésa fue su última etapa en esta vida.

Carlos Estrada murió una mañana, en esa colonia popular de la capital, enfermo de una cruda, y fue sepultado en el Panteón Civil de Iztapalapa, con su chamarra de cuero y su sombrero de ala ancha. Pero no fue ésa su última hazaña en este mundo.

Había pasado un año de su muerte cuando la camioneta del rastro municipal se detuvo frente a la puerta de madera de la pequeña tienda de doña Pompeya, en la Calzada del Panteón, una casa de adobe con cocina y dos cuartos, uno de los cuales usaba para su comercio. Estaba al cuidado del negocio el sobrino Jonás, hijo mayor de don Carlos, pues la tía había ido al patio a regar sus plantas: yerbas medicinales, flores y algunos árboles frutales.

Mientras el machetero cargaba en su espalda un puerco abierto en canal, el chofer bajó con unos papeles en la mano y, ambos en la puerta, gritó:
–¿Dónde ponemos esto?
–¿Quién lo manda? –preguntó Jonás.
–Carlos Estrada –contestó el conductor.
–Aquí, por aquí –replicó Jonás con desenvoltura heredada seguramente a su padre, y condujo al machetero al interior, señalándole una mesa. Firmó la nota de remisión presentada por el chofer, quien subió al vehículo con el machetero para continuar su reparto.

La tía acudió a la tienda al oír los ruidos y, viendo el puerco sobre la mesa, preguntó al sobrino quién lo había mandado, y éste contestó con naturalidad: “Carlos Estrada”. Doña Pompeya, hermana del finado, sólo dijo: “¡Válgame Dios!”

Práctico, Jonás no cuestionó la manera como llegó el puerco a sus manos, consiguió un cazo grande y emprendió un negocio de carnitas. El primero que tendría propio.

Quien estiró su curiosidad hasta el rastro municipal fue Trinidad, el hermano menor de don Carlos. Se entrevistó con el administrador.
–Oye, vale, ¿tú mandaste un puerco a la casa?
–Sí, lo mandé –contestó.
–¿Y a honras de qué?
–A ninguna honra –dijo–. Carlos me lo compró y me dijo que lo mandara allí.
–¿Te lo pagó?
–Con dinero contante y sonante.
–¿Y a quién mandó?
–¿Cómo que a quién mandó? ¡Él vino aquí a comprarlo!
–¿No habrás errado?
–¡Cómo le voy a errar! ¡Ni que no conociera a mi compadre! Venía con su chamarra de cuero y su sombrero. Por cierto, traía prisa: no quiso esperarse siquiera ni a tomar una cerveza.
–Pues yo sí me la tomo –contestó Trinidad–. Es más, la invito.

Ya apuradas varias, Trino le informó al administrador la muerte de Carlos. La noticia le cayó de peso al compadre. Se asustó, y de allí como a la semana murió. Se dijo que don Carlos había venido por él, y de paso a heredarle algo a sus hijos, pues había muerto con la preocupación de dejarlos aún chicos –“verdes”, como habría dicho él, pues el más grande apenas terminaba la adolescencia y el menor no dejaba aún la niñez– y sin nadie que viera por ellos.

La nota respectiva de la compra del puerco estaba en regla, el dinero había ingresado al rastro y el animal se había entregado conforme al requerimiento. ¿De dónde sacó don Carlos el dinero para pagar el trato? Nunca se supo, pues fue enterrado, como el día de la memorable cruda de las papayas, sin quinto en la bolsa. Pero en la casa se dio por hecho de que él tenía audacia para eso y más.

A estas alturas, también murieron ya doña Pompeya y Trinidad, los hermanos de Carlos que vivieron de cerca el suceso. Pero todavía vive Jonás, su hijo, que puede dar fe de lo dicho, por si alguien quiere ponerlo en duda.

Su negocio de carnitas prosperó como pocos, por algún tiempo, hasta que dilapidó las ganancias, como su padre, en juergas y jugadas. No lo volvió a recuperar, y de él sólo le quedó el recuerdo de haberse alzado como masa de trigo con levadura.

Ésa fue la última hazaña de Carlos Estrada, realizada a un año de su fallecimiento, sólo una y única vez, porque no volvió a aparecerse. No fue un muerto de esos que acostumbran trajinar con los vivos a cada rato, como tal vez convendría para efectos literarios a sugerencia de algún exagerado autor colombiano.

Lectura de Ramón Méndez Estrada en Casa del Lago, un espacio cultural de la Ciudad de México. 2010. Lee «Memorándum para una amiga casada»

Entrevista hecha un poco antes de la muerte de Ramón Méndez Estrada, por Caliche Caroma, Gilberto Pérez y Wendy Rufino en 2014

Entrevista realizada por Alejandro Hermosilla a Ramón Méndez Estrada en 2007

Ramón Méndez Estrada leyendo poesía

Reportaje realizado por Raúl Silva sobre «Tonadas ágiles», libro de Ramón Méndez Estrada, en 2021

BIOGRAFÍA

Ramón Méndez Estrada en su juventud

Ramón Méndez Estrada nació en Ciudad de México el 29 de enero de 1954. Poeta, ensayista, narrador, cuentista y periodista, inició el Movimiento Infrarrealista con una pandilla que incluyó a su hermano Cuauhtémoc, Mario Santiago Papasquiaro, Roberto Bolaño, Bruno Montané, José Peguero, Guadalupe Ochoa, Rubén Medina, Edgar Altamirano, José Rosas Ribeyro… Estudió Letras Hispánicas en la UNAM y Lingüística en la ENAH. Trabajó en los diarios: El Nacional, El Financiero, La Voz de Michoacán, Cambio de Michoacán, entre otros. Fue editor en jefe del suplemento El Gallo Ilustrado.

Ramón Méndez Estrada en su niñez junto a su familia
Los hermanos José Pedro y Cuauhtémoc junto a Ramón Méndez Estrada y un amigo

Entre sus obras publicadas: El paso de los días (Praxis/Dos Filos, Universidad Autónoma de Zacatecas, 1989), Al amanecer de un día dos lagartija (Al este del paraíso, 1995), Tzitzilin y otras lecciones del lado moridor (Secretaría de Cultura del Estado de Michoacán, 2008), La edad dorada (Startpro, 2009), Cabiria (La Ratona Cartonera, 2009), Selección poética (Cascada de palabras cartonera, 2010), Tonadas ágiles para sonreír en voz alta (CONACULTA, 2013), Zona de tolerancia (La Ratona Cartonera / Mantra Ediciones, 2019). Sus poemas también forman parte de las antologías Anuario de poesía 1990, publicada por el Instituto Nacional de Bellas Artes en 1990; Revista Viento en vela, septiembre 2006; audio-revista Nomedites 8: infrarrealismo, 2006; Hora Zero. Los broches mayores del sonido, preparada por el poeta peruano Tulio Mora y publicada en 2009 por el Fondo Editorial Cultura Peruana; La ciudad de los poetas, editada por la Secretaría de Cultura del Gobierno del Estado de Michoacán en 2012; Criaturas caminantes del agua, editada por esta misma secretaría en 2014; Infrarrealistas / poetas, compilación, selección y notas de Marco Fonz, publicada por la editorial La caída, Buenos Aires, 2014; Perros habitados por las voces del desierto, selección, introducción y notas de Rubén Medina, publicada por Aldus en 2014, y por el Fondo Editorial Cultura Peruana en 2015 y La ciudad de los poemas, selección, introducción y notas de Claudia Kerik, publicada por Ediciones del Lirio en 2021. Buena parte de su obra permanece inédita. 

Hasta su fallecimiento, el 13 de mayo de 2015, impartió cursos y talleres en Morelia (“Se hacen y remiendan versos”, advertía el anuncio en la fachada de su casa).

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