No habrá paisaje después de una desaparición. Por Clotilde López
Nacimos, crecimos y creemos en esta geografía mancillada, donde las gárgolas recorren los subsuelos y donde nuestros ancestros cultivaron los rincones de esta tierra insumisa, llena de rabia como el coraje líquido del mezcal, el aguardiente y la lengua que nos fue impuesta a sangre, fuego y tortura, al nacer atemorizados en medio de la confusión y el caos de resistir y persistir en la búsqueda de cuerpos perseguidos, silenciados, cazados, desaparecidos, asesinados.
Entonces surgió en la corona una piedra, una palabra, una imagen, un baile, un abrazo común uniéndonos a ellos: los ángeles de este país sin dios, donde, entre milagrerías y dobleces, nuestra patria se desmorona en un constante panorama de bufido ensangrentado. Al parecer, todos habremos de morir de a poquito o de un tirón alguno de estos días, ya sea en manos de los dioses fingidos, o la mano homicida de los imbéciles que nos volvieron revoltosa y salvaje esta ciudad.
Sonora es una vena que late, una arteria exasperada que se revienta como morados cuernos morales, junto al berreado estado de derecho y su deslavada bandera que tremola en los actos de injusticia, acongojada y marchita de vergonzoso descaro, vulnerándose así con ello los principios fundamentales, retorciendo las normas habituadas ya a ser descompuestas e ignoradas, y lo que es aún peor, hacernos vivir en rodajas, arrebatándonos la armonía y la existencia entre el agudo presagio de las chicharras. Sonora es estado de gracia de hirvientes fosas; por ello imploramos, ilumina, antorcha señora, el entierro de tus muertos y el crujir de sus huesos.
Sonora se encuentra quebrantada en todos sus pueblos, amenazada de crimen y a salud de esa repugnante dignidad prostituida. Somos testigos de una época, miradas testimonio de un país inducido al horror en su forma más violenta: desaparecer. Somos una generación de los nacidos entre tumbas, y no entendemos ni miramos de soslayo los actos de desaparición de la chistera invertida.
Revuelvo la mirada y siento conmiseración por las madres de cada mexicano que no encontró el camino a su sol de independencia, ni aun persiguiendo sin tregua con trozos de su propia vida a los que destazan, muerden engañan burlan extorsionan discriminan descuartizan asesinan…y la vela sigue goteando, se escurre y gotea sobre los gobiernos de mierda, cuando dentro y fuera de sus venerables himnos, la libélula roja canta esperanzada y alertea el gozo de toda sobrevivencia.
Y ahora aquí, a sabiendas de que no habrá paisaje encendido y vital después de cada desaparición, todo el agosto del verano malherido pasa como un cometa que vierte y derrama por la ciudad una última estela de viento verde, pero sin ellos ni nosotros, que seguimos soñando de cada desaparecido su apremiante presencia.
A la luz de la música sacra y la difícil belleza
de los magentas naranjas crepusculares,
y la furia de los calores coléricos del infierno
en presencia de pesquisas sin luto,
y estas otras heridas abiertas de penas
a campo abierto:
bajo el encantamiento de las aureolas,
y los hábitos percudidos del oficiar
el desconsuelo de las carnes turgentes desbarrancadas
en la orfebrería encantatoria de la decrepitud,
-como condenado a las desolaciones de la orfandad-,
en los reverberos de las osamentas desperdigadas
hora a hora oro y lloro oro sangrado,
pero sin encontrar, jamás,
como todos y como nadie respuesta alguna,
de gobierno en turno, ni de patria terrena ni celestial.
Clotilde López Jorge Ochoa
Salvador López Gómez desaparecido en Hermosillo, Sonora, México.