Relatos

Hasta la muerte, papá. Por Ana Porras

Imagen creada por Ana Porras con ayuda de IAs (DALL-E)

Dicen sus amigos que no le han visto muy allá. Dicen, bueno, uno dice que con la excusa de traer agua fue a mirar qué guardaba en la nevera. Que estemos tranquilas, que había huevos y un par de pizzas. Que no se va a morir de hambre, que está comiendo, que no está muriéndose de hambre. 

Los huevos y las pizzas son las sobras de la semana anterior.

Ni ha comprado comida ni ha pensado en probarla.

No vas a dejar de beber: dice tu psicóloga, lo dicen las nuestras, lo dicen los vagabundos del puente camino al túnel. Se lo escuchamos también a los otros vagabundos; a los que ya no hablan porque ya no saben.Y a los que dicen que dicen. Pues ellos también lo dicen: que no vas a dejar de beber. Y si no dejas de beber te vas a morir. Dicen que te vas a morir de roce con el tiempo.

Nuestra historia ya estaba muy escrita cuando la empezamos, nos dejaron redactar el prólogo y unas pocas notas al pie (1). Se titula: “hijas de un alcohólico del que su madre nunca se divorcia.”

[Suben las hijas al altar y se escuchan sus zapatos sobre los escalones de mármol como pequeños martillos. El tamaño del lugar no se ha decidido aún porque no se ha pensado, por lo que el eco es borroso al no saber desde dónde rebota y el sonido no es tan solemne. Detrás,se adivina un ataúd desenfocado, presumiblemente de madera rojiza oscura y también un cura del que sólo apreciamos una túnica blanca, unos brazos abiertos hacia arriba y un alma distante. La hija pequeña se pone detrás de la mayor y en ningún momento hablará a la audiencia. Su papel es el de llorar por todos los presentes. Así, no hace falta audiencia así que desaparecen los bancos de la iglesia y aunque no se escuchan más los zapatos, os puedo prometer que ya no habría eco.]

Elegimos no mirar. Elegimos no acompañarte en la muerte inevitable. Elegimos llorarte ya y despedirnos como uno se despide de los muertos. En una carta que no se envía. En una carta que se quema. Y sin embargo escribimos esta carta, eso sí, con la condición de que no la leas. Si no, esto sería alegórico y alegórico no nos sirve. Este es el pacto. Porque a los muertos se les escribe pero los muertos no leen.


                                                 [1]Y esto que tenemos tu y yo no es un contrato que venga con la sangre. 
Con la sangre ha venido nuestra guerra,
pero nosotras hemos decidido hacer de la guerra un sitio maravilloso, 
un sitio en la guerra lejos de la guerra.

[Girándose hacia el ataúd vacío flotando sobre una colina. Ya no hay iglesia ni nada. Total: no había venido nadie.]

A nuestro padre muerto: 

Sé que estás condenado a creer en tí, como todos los humanos malditos. Lo sabemos. También sabemos que nosotras no tenemos  por qué confiar. Porque nosotras somos otra persona y la maldición de la esperanza es de corto alcance. Nace y muere dentro. Como la fuerza fuerte que se ahoga tratando de propagarse en el vacío. Tropezándose consigo misma. Nadando en el vacío, dando brazadas de vacío, consiguiendo que el vacío le de impulso. Y ahogándose aún así. Tú también lo sabes.  Así que, por favor, deja de intentar convencernos de que todavía no estás muerto. Es de las pocas cosas que no te podremos perdonar.

–Ojalá alguien, además de nosotras, entendiese lo que pasa.  Para poder decir: oye, me pasa esto y que alguna vez la respuesta  no fuese a mí también –dice la mayor.

[La hermana pequeña intenta contestar pero como no va a decir nada, cuando abre la boca se le escapa un mar de lágrimas. Las hermanas, para no ahogarse, suben al ataúd y esperan pacientemente a que la corriente tire desde el ángulo adecuado para volver a tierra]

Quería pensar en algo serio así que senté en una mesa larga y de madera oscura a todos mis yoes. Al menos a todos los que pude encontrar.  Incluso a los anti, esos que tantas veces actúan y que no nos representan, para que el resto, los que sí somos, tuviera ídolos a los que decapitar en la plaza. Pronto, en cuanto se hubieron burlado de unos pocos románticos, se dividieron alrededor de cada polo. Los de un lado convencidos de que la vida sucede abajo, en la carne y los otros negándose incluso a utilizar el lenguaje.

Me sorprendo discutiendo con él, con lo que yo pienso de él,  en todos los ratos donde no tengo que hacer cosas. Es terminar de hacer cosas y ya vuelve a rebatirme. Que cómo me atrevo a opinar, me dice (me dice/digo). Que qué sabré yo sobre vivir 50 años tristes. Sobre vivir 50 años. Que por qué nadie querría hacerse eso, matarse así. De hambre a uno mismo. Eso no lo sé –le digo–, pero yo no lo habría hecho así. Que qué sabré yo. Eso –me digo–, eso sí lo sé. 

Mi infancia agoniza como un pez ahogándose en la orilla, exactamente así, como un pez que se asfixia en la  orilla. Y antes de enmudecer y volverse orilla, da saltos e incluso grita «ayuda». Ha aprendido a hablar con tal de que la meta de nuevo en el agua. Pobre infancia, en esta playa nadie conoce el lenguaje y le quedan, como mucho, una decena de saltos sobre la tierra.

–¿Sabes una cosa? Cuando sea mayor y tenga hijos pienso quererlos. Voy a querer a los hijos que tenga como vengan: con lunares o con manchas, sus narices torcidas y frentes de huevo. Voy a quererlos feos y tontos si hace falta. Cuando tenga hijos cada noche voy a asesinar a sus conceptos y a conocerlos otra vez todas las mañanas.  

¿Crees que existe otra forma de matarle mientras viva que no aniquile nuestra infancia?

Hay un tipo de héroe que no ha venido a ganar sino a soportar con heroicidad su derrota. La lucha de este héroe consiste en no apartar la mirada, ni por un momento. En mi caso eso se traduce precisamente en lo contrario, en no volver a mirarle, ni siquiera ni un segundo. Mi lucha es no apartar la mirada ni por un momento de todo lo demás. 

[Las hermanas, cansadas de viajar por el mar sin que aparezca ni un trozo de tierra, han cerrado los ojos. La imagen es un fundido negro, todavía con ondas de espuma que se sienten en los músuclos. El padre se hace presente en la escena aunque no podrán verle la cara porque tienen los ojos cerrados, pero debe ser el padre porque aunque cierran los ojos no se hace más pequeño. Comienza a hundirse el ataúd que terminará, como no puede ser de otra forma, en el fondo del océano] 

Imagen creada por Ana Porras con ayuda de IAs (DALL-E)

Estoy harta de verte cavar tan despacio y tan poco profundo. Llevas ya media parcela de tierra  revuelta  y ni si quiera cabes tumbado de espaldas. Estoy harta de que pares cada vez que dejo de mirar pero que nunca sueltes la pala. Ni cuando no miro. Que no hagas otra cosa que cavar un hoyo plano infinito y yo no vaya a hacer otra cosa que mirarlo hasta que nos terminemos enterrando juntos malamente en estos agujeros planos.

Muchas veces me asomo a esa ventana, aunque ya no viva allí, donde está la ventana, ni tenga la ventana. Pero me asomo, porque mi recuerdo es perfecto y puedo asomarme a él. Al aluminio blanco, al codo frío contra el aluminio. A la corriente que me succiona la cara nada más abrir la ventana. Es la misma ventana a la que tú también sabes asomarte, aunque tampoco vivas ya allí. A lo mejor podemos vernos en la ventana, si quieres, justo antes de dormir. Tengo muchas cosas que contarte y prefiero que estés así, asomado, fumando y callado. Te dejo la ventana cuando vengas y yo me pondré en la de la izquierda. Así no hará falta ni que nos veamos las caras. Solo los brazos a través del aluminio y los cigarrillos quemando la noche. Uno tras otro. Y no hará falta tampoco que tú me cuentes nada a mí. Ya sé que no te gusta lo que tienes que contar. En realidad, tampoco hace falta que yo te cuente nada a ti. Ni que me veas. 

A veces me cuesta extirpar el romanticismo a la muerte. La muerte es cagarse encima. Eso es la muerte. La muerte es llorar porque uno se ha cagado encima. La muerte es los pellejos de la tripa y la tripa rígida. No es bella. Son ojos amarillos y dislocados. La muerte tirita los domingos por la mañana porque está con su familia y no puede bajar a matarse. La muerte ha roto todos los tiradores de los muebles de la cocina porque se le caen los vasos y se le queman las patatas. La muerte viene a todos mis cumpleaños. Vino cuando me gradué y saludó  tiritando a todos mis profesores. La muerte grita si se habla de la muerte. La muerte nos obliga a vivir con ella.

Ana Porras nació en noviembre de 1993 en Madrid, España. Es física teórica. Cayó presa de Feynman y el lenguaje propio de la materia; de Einstein resumiendo contenido, forma y evolución del Universo en una ecuación de una sola línea. Y entonces se dio cuenta de que lo que ella quería era contar. Así es que cambió los tensores por las historias, encontrando de pronto más verdad de la que nunca había conseguido arrancar al número. Actualmente trabaja como profesora de matemáticas y con eso se gano la vida, y como escritora, y así es como ha decidido usarla.

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