Relatos

El horror de un Vals. Por Emilio Sierra García

    Distrito Jolan, Faluya (Iraq) 2012

Sabía que no era posible escuchar el crujido del cráneo de un niño con todo aquella algarabía de ruidos, gritos, disparos y muros derribados. 

Clonc.

Tric.

Sabía que no era posible escucharlo a través de la pesada maquinaria del tanque que conducía, de los engranajes rodando, de la artillería recargando y descargando, pero, aunque supiese que no era posible, lo había escuchado. 

Clonc.

Tric.

Había visto a través de la ranura blindada del carro blindado (porque en la guerra para vencer todo tiene que estar blindado: coches, armas, casas, cabezas y corazones) el cuerpecito tirado en el camino de tierra batida y manchada. Era un día más en el desierto de Faluya, en la ciudad infierno. 

Clonc.

Tric.

No había guerra, ni civiles ni antiguos guerreros. Había pieles dispersas, hogares fracturados, vanos lamentos y restos de vísceras y órganos desperdigados entre el ladrillo, higiénicamente camuflados entre las ropas de cama rasgadas y el cemento.

Bip.

El edificio de la esquina suroeste enfrente de la escuela Alnamarq ha de ser totalmente derruido. Insurgentes con fuego abierto constante contra marines y civiles.

Bip.

Las órdenes eran claras, tanto como el hecho cristalino de que ese edificio era un complejo residencial en el que vivían al menos ciento veinte familias. 

Boom.

Cayó. Piedra tras piedra con un par de cañonazos M256 de 120 mm y 44 calibres de longitud. No se puede dialogar con algo que tiene 44 veces su diámetro. De ánima lisa y diseño alemán, los proyectiles de carga hueca multiuso tumbaban cualquier blindaje y se fragmentaban para poder destrozar cualquier pedazo de carne a su paso. 

Clonc.

Tric.

Los perdigones compuestos por tungsteno de 9,5 mm de espesor eran letales a 600 metros. Para destruir, a veces, no hace falta estar cerca, se puede reducir a cenizas la existencia de las cosas apretando un botón a una distancia prudencial, cautelosa, cobarde. Esas pequeñas esferas más duras que el granito, a prueba de fuego como el magma que construye los infiernos, se usaban para despejar las posiciones enemigas, para demoler los refugios de los rebeldes dentro de las ciudades laberinto, para detener el ataque de los soldados a pie. Los cercos de hormigón armado no son nada para mí, las paredes de cemento se deshacen como plastilina.

Clonc.

Tric.

Un edificio, 

Boom.

otro edificio, 

Boom.

uno más, 

Boom.

el último. La filosofía de la destrucción convertida en praxis rudimentaria, en un día a día, como quien compra el pan, liquida cuentas o apuesta algo de dinero a favor de su equipo de fútbol. 

Clonc.

Tric.

Un hospital en el que se trata a incurables, en el que apuran sus postreras bocanadas de aire los cancerosos, en el que se trae al mundo a niños sin sentido que despiertan por el manotazo de la matrona al son de la caída de las paredes del mundo, los tuberculosos, los esguinces, los que ayudan, los que sanan los cuerpos, los que vendan la herida, los que se desvelan, los que llevan turnos de más de catorce horas… Un hospital es un objetivo, algo a derruir, algo sin sonido propio ni color, algo que no debe mirarse porque no tiene mirada. 

Clonc.

Tric.

Los colores en la guerra no toman forma, en los ojos se desdibujan los tonos. ¿Quién nos enseñó a mirar? Aquel que supo del primer tema puesto sobre un lienzo: los niños, el amor de los niños, los niños de nuestro amor, el dolor que consuela con el ideal concierto de palomas desplumadas, pero de eso no hay en la guerra. No se puede responder así al atardecer. Los colores se disponen solos, solitarios epitafios insensibles. Dales forma, tú, que descansas en la noche sin sueños. Tú, que sabes dormir sin desdeñar un segundo de belleza, porque dormir es una sinfonía: se mueve el pecho y el aire, adagio, te restaura y recobra. Tú, danos forma a aquellos que sujetamos nuestros párpados esperando que llegue un viejo día. A los que tenemos miedo de que nos reconozcan al otro lado del gatillo.

Los soldados anhelaban morir. Los iraquíes solo querían silencio, un tranquilo descanso.

Algún iluso pensaba en medio de las treguas en cómo su enamorada miraría las flores sabiendo que son ellas las que la miran. En la huella del aire se olía la pólvora, el azufre, la sangre que sabe a arena. Al caer el día ya todo se recogía cerrándose en círculos concéntricos y en espiral. Se recogía todo: el dolor de los vivos, el olor de los muertos que, en el fondo, huelen a vivos, los despojos de la metralla, las balas perdidas en los muros olvidados, las sienes temblorosas, los ojos descreídos, la paz fingida. Todas la flores mueren y retomar su peso sobre la propia espalda era una tarea imposible en el crepúsculo de Faluya. El cielo cristalino es dieciséis veces más bello que el estrellado y eso que este lo es. El cielo de la ciudad no existía. El silencio de las piedras en el suelo ya, aquellas que un día fueron casa, no logran hablarnos con claridad, ni su ensordecedor llanto, ni su apagado esplendor. Reales pero pétreas. Vuelca tu furia en la música y en el silencio. Empieza a crear ese mundo que les debes. En tus manos por la noche no hay callos ni nudos. Tampoco sangre.

Aquel soldado todas las noches, al toque de queda, cuando los habitantes de aquella ciudad deshabitada estaban ya en su casa dispuestos a dormir el poco sueño que la guerra que agonizaba les dejaba; tomaba el violín y se subía a la parte anterior de su M1 Abrams. 68 toneladas al servicio de la justicia, el honor y la patria. Se encaramaba sobre los ecos desconocidos de sus víctimas en Iraq. Se conocía a estos carros de combate como los “pisamuertos” o los “comemuros”. Encima de la parte anterior comenzaba a tocar todas las noches. Nunca nadie supo el por qué, si lo hacía por un odio oculto e inacabado, que a lo largo de las horas del día no había podido expresar en los cañonazos, en sus torturas, en las guardias y órdenes. Un odio que le impulsaba a no dejar descansar en el silencio fingido, acuñado en llantos, silencio no desgarrador puesto que ya estaba todo desgarrado, sino más bien silencio que cubría todo, pues todo lo envolvía salvo el eco de las bombas lejanas y el retumbar de algún tiro suelto. Nunca nadie supo si tal vez tocase por misericordia, para dar un consuelo con la belleza de sus valses, una tregua momentánea que prometía en la noche lo que al alba jamás sería entregado. Cuando volviese a disparar, cuando la ciudad entera, puerta tras puerta, fuese tirada abajo.

¿Por qué tocar un vals tan terrible y maravilloso?, ¿por qué en Iraq?, ¿por qué encima de un tanque M 1 Abrams? Precisamente, porque solo los valses son terribles y maravillosos. El tango seduce, el rock and roll enerva y suaviza, el pop entretiene, la maquinaria de la música comercial podía parecer una blasfemia al caer la tarde sobre Iraq. Al menos en un Iraq invadido, desangrado, inquieto, trasnochado. Solo un vals. El teniente había empezado el tercer curso de violín en la Juilliard, sabía lo que se decía, lo que hacía, lo que podía hacer con su vals. Sí, el vals es maravilloso y terrible porque recuerda el amor que resulta maravilloso y terrible: es vivir algo y a alguien de cerca, pero a la vez de lejos. No hablaba a la noche de Faluya de una alegría infantil de una fiesta, la celebración de los sentidos derruidos ya, ni de tristeza, ni de nostalgia, sino de una nueva vida. Nietzsche y Strauss se confundían. No habían estado en Iraq. No hay paz en el vals si no guerra, la incertidumbre de saber si se podrá acabar el mundo y cogernos juntos, bailando; o terminará el baile y no el mundo y habrá que andar y correr al trabajo como si nada hubiese pasado.

La creación del mundo no fue una misteriosa explosión de gases subatómicos y polvo estelar baldío. La creación del mundo tuvo lugar con un vals eterno, dichoso, callado. Las estrellas bailaban valses al principio de los tiempos, es más, nos invitan constantemente a bailar y, al final, pueden acabar con un beso. Sin embargo, las estrellas al son de aquella música del violín recordaban a las bombas, puesto que estas también explotan cuando ya no queda combustible en su núcleo. En aquel país, en aquella ciudad, en aquel barrio, en aquel tanque, en aquel corazón no quedaba nada. Antes de morir el corazón de las estrellas se convierte en hierro y, al no poder arder, el astro expira en una explosión inmensa llamada supernova. Después de todo eso… aparece un brillo que puede ser incluso más grande que una galaxia llena de estrellas. Muchas cosas habían explotado en Iraq, pero apenas podía percibirse el breve resplandor de algún brillo. Se podía escuchar la luz que emanaba vibrante y sospechosa de aquel violín encima del tanque. Son estrellas.

Cada vez que escucho un vals, recuerdo a aquel teniente de infantería motorizada. Su música es una imagen, una guitarra de parte de los ángeles de barro. Un poco triste como la sangre de sus ojos, pero feliz. Un largo vals que hechiza hasta a los tigres. La debilidad de las aves sostenía aquellas breves notas que dedicaba a la nada, a las rosas silenciosas que, siendo bellas y hermosas, no dicen que lo son, como lo humano que sobrevive en las contiendas. Es un retrato cerrado con letras y sin papel. La oda de un imbécil y su rueda incansable. Su corazón y su carne, débil debilidad, debilidad de debilidades, carne inmóvil, corazón, órgano inconmovible, sujeto inconsútil como un rayo limpio de cielo roto.

Durante aquellos días de aquella guerra todos asaltamos las puertas del infierno para conocernos una vez más, esculpiendo la carne. Quitando, apartando lo sobrante, suprimiendo lo que se interpone entre tú y yo, eliminando toda adherencia superficial, toda idea que impida la desnudez interior, la fragilidad humana, el sinsentido profundamente doliente de saber que no se quema más que lo que se ha adorado. Como en Iraq.

Emilio Sierra García (Madrid, 1988). Ha estudiado Teología y Filosofía en Madrid, donde recibió el doctorado en Filosofía con una tesis sobre Estética, libertad y el problema del mal. A lo largo de los años de docencia en la universidad (CEU y EFI) ha podido participar con distintas comunicaciones en congresos en Denver, Texas, Lublin, Zagreb, Madrid, Irán e Indonesia. Actualmente, compagina la docencia en el ámbito universitario y escolar con la escritura creativa.En lo que se refiere al mundo de la poesía, ha sido finalista del premio Adonáis en los años 2016 y 2017 con los poemarios Versos para nadie Silentium y otras voces, respectivamente. Con varias novelas y poemarios inéditos, ha publicado algunos poemas en revistas como “Piedra del Molino”, «La Poesía Alcanza» y «El coloquio de los perros». En el 2022 publica Versos para nadie (Editorial Amarante) y con el poemario Estupores gana el premio «La Nunca Poesía» convocado por ediciones Oblicuas (Barcelona). 

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