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Florituras en el barro. Por Ophanim

Michelangelo di Lodovico Buonarroti Simoni, detalle de La creación de Adán, 1511

A Ofek,
porque ha querido crecer conmigo.

I

Me permitiré, bajo el amparo del anonimato, revelar una pequeña confidencia. Admito que siento cierto placer poseyendo a alguien que ignora que me es propio. Con un vistazo tozudo labro en mi mente los rasgos de un desconocido que cruza la calle. El breve lapso en que coincidimos suele ser suficiente para atrapar la esencia del rostro. Después, lo que para mí no es más que una sombra apresurada, se desvanece. A partir de esos trazos, trabaja la mente y emerge mi homúnculo. Y danza, se descubre con esposa, miopía, angustias, deseos, manías, obsesiones. Lo alejo del modelo y lo hago mío. No hay pudor en mi escrutinio. Mi palabra se encarna en sus entrañas. 

La declaración vergonzosa que he decidido ofrecer no es otra cosa que un acto de creación al alcance de cualquier individuo. No se limita a fines relacionados con la perpetuación material de la especie; comporta, muy por el contrario, un proceso interno e íntimo, un acto de naturaleza espiritual. El proceso que ha podido tener lugar en una mente común no dista del que efectuaron los seres mitológicos divinos en las eras anteriores al tiempo. El gigante chino Pangu habita el Caos mientras dormita por dieciocho milenios, y crea como consecuencia de su despertar [1]; del Ginnungagap, el abismo nórdico, emerge el gigante Ymir [2]. «La tierra», narran los semíticos, «era caos y vacío, la tiniebla cubría la faz del abismo y el espíritu de Dios se cernía sobre la superficie de las aguas.» [3] En un momento concreto, ese Caos da paso al Cosmos, el orden.

Debemos entender la creación, más que como producción en sentido unidireccional, como contienda. Ante la pregunta por el logos, el elemento estructural cósmico, Heráclito [4] propone la batalla, como expresa en una de sus máximas: «La guerra de todos es padre, de todos rey; a los unos los designa como dioses, a los otros, como hombres; a los unos los hace esclavos, a los otros, libres.» 

Resulta en especial interesante el tratamiento de los textos védicos con respecto a este orden regido por la guerra. En el Mahabharata, poema épico clave en la literatura universal, queda recogido que «todo este universo, consciente e inconscientemente, está hecho de fuego (Agni) y de oblación (Soma).» Sobre ello, Alain Daniélou [5] explica:

Agni, el fuego, es todo lo que arde, devora o digiere: el sol, el calor, el estómago, el deseo, el placer. Soma, la oblación, es todo lo que es sacrificado, devorado o consumido: el combustible, el frío, la luna, el alimento, el esperma, el vino, el aceite sacrificial (…). 

No obstante, esta relación se establece de manera recíproca, tal y como figura en la Brhad-aranyaka Upanishad (1, 4, 6): «Todo este universo no es sino alimento y comensal.» [5] En estos mismos términos se da la creación humana, que no es sino reflejo de la creación primigenia, el acto sexual. 

II

La imaginación siembra maquinaciones febriles en la mente que germinan en el cuerpo. Nos somete a un artificio caótico que define Montaigne [6] de forma sublime: 

Sudamos, temblamos, palidecemos y enrojecemos ante las sacudidas de nuestra imaginación, y tendidos sobre blanda pluma sentimos nuestro cuerpo agitado por sí mismo algunas veces hasta morir; la hirviente juventud arde con ímpetu tal, que satisface en sueños sus amorosos deseos. 

Se implanta, pues, un estado de insatisfacción, de imperiosa necesidad. En la mente se agolpan impresiones, pensamientos, sentimientos, brillando con suave luz por el halo lascivo de la impaciencia. Tal y como acontece en la Teogonía, del Caos nace Eros, el Deseo, «que desata los miembros, y de todos los dioses y hombres domeña la mente y la voluntad prudente, en el pecho.» [7] Y bajo el amparo de Eros, y la feliz imposición de un destello de genio —don que el azar se digna a otorgar de vez en cuando—, el creador impregna con su esencia aquello que la conciencia, aun somnolienta, dota de cierto orden. El creador escarba, se interpela, se admira, se adentra en las profundidades de su propio ser. Desde ese rincón, acurrucado en un nido de vísceras, se proyecta hacia el exterior, hacia su creación. Agni y Soma, fuego y oblación, se manifiestan tanto en el creador, supuesto Dios y artesano, como en su obra. Creador y creación terminan por sincretizarse, por fagocitarse el uno al otro. Y al culminar, calcinados por la bendita ataraxia, como el verso de Girondo, «se rehúyen, se evaden y se entregan.»

La creación, pese a hallarse todavía cubierta de sangre, empieza a ser ajena en el momento en el que se alumbra. En cuanto se expone a ojos impíos, de carices extraños, se ve desprovista de ese sagrado secreto que legitima al creador y a la creación para interactuar obscenamente, sin guardar las apariencias. La otra mirada también se apodera de la obra, y traza sus propias caricias carnales sobre la superficie de lo que fue una obra virgen, inmaculada.

III

Detengámonos un momento frente a una de las efigies que primero se forjó en la mente del pueblo de Israel, y que inmortalizó Miguel Ángel en la bóveda de la Capilla Sixtina. La creación de Adán se inspira en el episodio bíblico retratado en el Génesis: un Adán inconsciente de su desnudez se encuentra recostado en la escena, por debajo del Creador, que flota envuelto en un manto rosáceo rodeado por querubines rubicundos, y toma a Eva por los hombros. Nos permitiremos destacar únicamente el corazón de la obra, ahí donde las manos de Adán y de Dios están a punto de rozarse. La mano de Adán se muestra caída, hastiada, pasiva; la de Dios, por su parte, se yergue, más dinámica, en suave tensión. No resulta complicado advertir una inversión de la posición de las manos con respecto al cuerpo, puesto que la de Adán se halla ligeramente por encima de la divina. Adán, sujeto sedente, se deja hacer. Permite que sea Dios quien salga a su encuentro. La mano de Adán materializa la idea. El enfrentamiento de ambas manos evidencia una naturaleza paralela; dos realidades que, de nuevo, se consumen la una a la otra. La mano interactúa con lo existente. Inflige las hendiduras del tiempo en el barro. Navega entre las ráfagas de un cambio constante y eterno. Ordena ese caos que conforma el pensamiento. Gira el plato; la masa se contonea en un ondular calmo, aunque dirigido. El barro rota sobre sí mismo, pero se abandona a la danza de la mano, a su órbita celeste. El hombre está modelado con el mismo barro con el que erigió esas Venus de vientre tulgente y mamas caídas a las que un día rindió culto. 

En el acto de creación, instínsecamente divino, deja el hombre su impronta. Azuza tal arrebato la insatisfacción ante el estado actual de la realidad, y la rebelión graciosa, el «choque» eléctrico que, tal y como describe Schopenhauer, se produce cuando «la voluntad fue entorpecida.» [8]. El hombre crea para sí, fabrica apéndices que erradiquen sus carencias. Y ve que es bueno. La seguridad adopta la forma de una esfera cristalina que se ve resquebrajada en delicados fractales debido a la angustia ante la imperfección, ante la fragilidad, ante la muerte. La existencia se detiene en ese instante en el que germina la necesidad patética de forjarse un seno donde encontrar refugio. No hay orbe más hermoso que el que está a punto de quebrarse. 

Esa misma escena, la de las manos enfrentadas, iguales y opuestas, se reproduce —con una frecuencia espantosa— sin apenas percatarnos. La mano de carne y hueso se precipita hacia su reflejo ennegrecido, cautivo en la pantalla táctil que refulge con el roce de la luz. La pantalla se enciende; la mano material interactúa con el entorno digital. Narciso se zambulle para besar a su imagen reflejada en el lago: nosotros forjamos un reflejo al que imitar. Un reflejo que se deforma conforme a los designios de la marea digital. 

La mayor pérdida sufrida por el proceso de creación es la de la intimidad. Resultaría ingenuo pensar que esto es cosa del presente. Las cadenas de montaje, santo y seña del modelo de producción masificada, convirtieron al creador —ahora mero fabricante— en mecanismo. El obrero no deja marca alguna en el producto porque se le priva del tiempo y la intimidad; se le paga para realizar un mismo movimiento —preciso, rápido, vigilado— en cada producto. Nada más. 

El entorno digital, por su parte, disipa, como dimensión posmoderna, el tiempo y el espacio; las barreras entre lo público y lo privado pertenecen al pasado. El secreto, la relación oculta entre creador y creación, se extingue para dejar paso a la experiencia de la creación interactiva. Dicho de otra manera: la obra se modela en función de las respuestas que se obtengan de las masas digitales en el mismo momento de su publicación. La creación no madura, sino que se reestructura a cada instante sin derivar en un estado último ni encontrar descanso alguno. El propio individuo se alza como creación estrella: publica sus pensamientos comprimidos en 140 caractéres, se retoca y se deforma en las fotografías; apoya las causas del momento. Y si su persona no ha recibido una recogida favorable, siempre puede cambiarla, ya sea resarciéndose en esa misma cuenta o eliminándola y manifestándose por medio de otra. 

IV

Ernst Cassirer propone una nomenclatura derivada de la definición aristotélica del hombre como animal racional: el «animal simbólico». De acuerdo con Cassirer, entre la recepción de un estímulo y la reacción consecuente —conectadas entre sí en otras formas de vida—, el humano cuenta con un «sistema simbólico» capaz de efectuar una respuesta consciente, inorgánica, humana. El hombre vive «en una nueva dimensión de la realidad», «en medio de emociones imaginarias, en esperanzas y temores, en ilusiones y desilusiones, en fantasías y sueños» [9]. 

No es algo de lo que podamos escapar, ni siquiera en campos dominados por la racionalidad. La propia comunidad científica, aun pretendiendo descubrir el estado de la naturaleza, se ve en la obligación de distorsionarla con tal de medirla con exactitud —las relaciones entre fenómenos, las unidades de medida o los sistemas lógicos, entre otras cosas, son medidas aplicables en exclusiva a nuestra realidad—. Las percepciones recogidas en un estado de conciencia no alterado no son más verídicas que las experimentadas por una conciencia alterada, tal y como argumenta Aldous Huxley en sus investigaciones acerca de la mescalina. Dioses y mitos, cultura, arte y lengua, se cincelan en un mundo desangelado y agreste. 

Las creaciones humanas embellecen la experiencia existencial. No obstante, se manifiestan en el espectro del fenómeno, modelable. Debemos sacrificar la contemplación de una realidad desnuda, de —en términos kantianos— un noúmeno hermosamente ignoto e infinito, a cambio de preservar las maravillas de nuestra creación. Las puertas de la percepción que anhelaba profanar Blake nunca habrán de ser abiertas. Aunque, ¿acaso no es ese su encanto?

Referencias

  1. DING, Dina. La creación: mitos con un mismo significado. En: Instituto Confucio, 2018, vol. 46, pp. 57-61.
  2. Saemund el Sabio. Völuspá [Predicción de la sabia Wola]. En: Eddas. RÍOS, D. A. de los (trad.). En: Internet Archive [en línea]. Disponible en: https://archive.org/details/los-eddas/page/116/mode/1up?view=theater.  [consulta: 15 de junio de 2022].
  3. Biblia de Navarra. Navarra: Ediciones Universidad de Navarra, 2008.
  4. Heráclito. Fragmentos de Heráclito. En: BERNABÉ, Alberto (intr., trad.). Fragmentos presocráticos: De Tales a Demócrito. Madrid: Alianza Editorial, 1988.
  5. DANIÉLOU, Alain. Dioses y mitos de la India. Girona: Atalanta, 1964. 
  6. MONTAIGNE, Michel de. De la fuerza de la imaginación. En: Ensayos. En: Biblioteca  Virtual Miguel deCervantes [en línea]. Disponible en: https://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/ensayos-de-montaigne–0/html/fefb17e2-82b1-11df-acc7-002185ce6064_158.html#l_29_. [consulta: 17 de junio de 2022].
  7. HESÍODO. VIANELO, Paola (trad.). Teogonía. En: Internet Archive [en línea]. Disponible en: https://archive.org/details/hesiodo.-teogonia-bilingue-ocr-1978_20220313/page/n192/mode/1up?view=theater. [consulta: 20 de junio de 2022].
  8. SCHOPENHAUER, Arthur. Los dolores del mundo. Madrid: Diario Público, 2009. 
  9. CASSIRER, Ernst. An Essay On Man. Yale University Press, 1944. 

Ophanim (2005) ha publicado en Filosofía & Co. Le fascina toda arte o ciencia que embellezca la existencia. Acaba de empezar un blog, Aleppe! (psaleppe.wordpress.com), y espera que no se le muera como el último. Aspira a la polímatía. 

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