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Bemba baba

Bemba baba. Sonia Bueno, Jorge Coco Serrano, Ernesto García López y Lola Nieto. La Garúa Libros. Poesía, 91. Primera edición: enero de 2021. Barcelona. 

Reseña escrita por Aldo Alcota. 

El tema de la muerte ha tenido una presencia muy marcada en estos meses de pandemia. Existe esa amenaza, ese pánico de enfermar y morir, adyacente a un estado de aséptica alerta en todo el mundo. Una violencia latente provocada por una nueva “peste negra” (pareciera una película de horror que se proyecta día a día en todas las ciudades y poblados del planeta). Y allí ronda “la muerte”, un espesado enigma en estas dos palabras, a la espera de una disección poética. Esto es lo que hacen los cuatros autores reunidos en el libro Bemba baba (La Garúa Libros, Barcelona, 2021). Sonia Bueno, Lola Nieto, Ernesto García López y Jorge Coco Serrano se manifiestan al interior de una boca color verde y negro, abierta, con la decisión de transfigurar lo escrito en una reverberación de lo desconocido. Juan Eduardo Cirlot en su Diccionario de los símbolos se refería a la muerte como “la transformación de todas las cosas, la marcha de la evolución, la desmaterialización”, en su sentido afirmativo, y en lo negativo todo era “melancolía, descomposición, final de algo determinado y por ello integrado en una duración”. El comienzo y el fin polarizados. El ethos oriental y el ethos occidental. Un contienda que al final se disgrega en el rostro de Shiva. Destruir para construir. Entonces la palabra resucita en la luz de la poesía. Revive y después muere en la oscuridad de lo imposible (grito rimbaudiano ante la calavera del logos). Y retorna nuevamente. Bemba baba pareciera ser un viaje al Mictlán (lugar de los muertos en la cultura mexica) donde Mictlantecuhtli y Mictecacíhuatl conducen a los inframundos del léxico, poblado de exquisitos imaginarios devorados por un Saturno maquillado como Catrina. La diversidad de un audaz cuádruple, clarividente, hacen del acto mortífero un desafío indagatorio, un escarbar en ese reflejo evaporado. Allí ciertas secuelas lingüísticas se disgregan y vuelven a juntarse en un conjunto de interrogantes.                 

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La escritura de Sonia Bueno deviene en una teatralidad onírica. La mano y la gota son testigos del olvido, lo efímero, el desmoronamiento, la resurrección, la mudez, el no ser. La noche y la luna, muerte y renacimiento, un sueño emparentado con lo lorquiano, perdido en cadáveres de pequeños espejos, esas copas reflejando una vida ante el decorado de la desaparición. La fugaz gota se deja llevar por la oscuridad: “gota: palabra que excava su propia fosa”, y por la claridad: “gota: herida por donde entra la luz”. Su brevedad es una caída humana, la intranquilidad del delirio, la constante desesperación de líquidas situaciones (acompañadas de una observación minuciosa), arrastradas a sus furores y decesos tras numerosos trances. Los versos componen un guión de una obra bellamente indefinible (como esos filmes de Maya Deren), de lúgubre  y absurdo refinamiento. Actos de momentos enumerados y retenidos por el persistente ojo. La palabra es ocular y se desborda en su representativa alucinación. Una gota de vino (disfrazada de sangre) trata de sobrevivir en el tiempo como fantasma-personaje de ese teatro en sombras. Todo es operación de sobrevivencia y todo es transformación en esta danza macabra y lúdica propuesta por la poeta: “sobre la pared de una gota baila. estrella la palabra copa. gira. baila como la noche que vacía de raíz la noche. gira). alguien excava tu reflejo en el foso. tú :no eres   

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Jorge Coco Serrano dibuja espíritus con las palabras. Estas también son piedras de una edificación andina para un ceremonial prehispánico. La intervención del poeta lleva el lamento de la tierra, el recuerdo materno, ese nostálgico “volver es irse / tallar el regreso”. Aquel ir y venir de esa interminable metamorfosis en estos poemas, con versos bordeando espacios en blanco (quiebre mortuorio), pura gestación de un lenguaje del más allá, de una noche griega surreal a la espera del barquero de Hades (“Caronte / bajo mi lengua / el paisaje más bonito…”); posibilidades pictóricas de la nebulosidad y merecedoras de una escritura que no olvida ese legado vanguardista de un Carlos Oquendo de Amat o un Gamaliel Churata. Es el infierno de la palabra que brilla como el oro, el cobre, que convive con extensiones del silencio: la tiniebla de la página exige estar allí, y sí, es inquietar la continuidad de la lectura, destrozarla con el vacío. Hay un evocativo designio al dibujar el poema, en el gesto esquemático y su juego: “no escribas mi nombre / traza un aro / circula su borde…”. Otras presencias son posibles, entre el conjuro y el desgarro.  

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Ernesto García López escribe desde su trono de escarcha. Sus haikus son sentencias en su paseo por la luminosidad de la belleza y la aparición de lo terrible, en una combinación de contrarios. Esos pequeños ramilletes de versos saludan y espantan a la muerte tras venerar la sonrisa de Buda. Muerte muerta, muerte viva. El hambre, lo inexistente, esos “ásperos miedos” convergen además en las fotografías que acompañan los textos: una presencia humana, un frío maniquí como una nocturna piedra, una sombra que surge ante un sitio en ruinas, a la vista de una deteriorada bóveda (ojo divino y deslucido a la espera de esa desconocida y flemática figura que tensiona el encuadre). Con sus haikus y registros fotográficos se llega a la nada, al mu de una cabeza oscura, deformada. Es la precisión de referencias como ritos tragados por una brecha.  

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Lola Nieto concede plegarias y estudios al desmembramiento de las palabras, con sus heridas, sus ortopedias de la semántica, sus fragmentaciones. Esas líneas de la mano son carne flagelada (parecida a un cuadro de Jenny Saville) en el cruce de idiomas, en los gases que impactan en el muérdago, en etimologías de la muerte y en un contexto actual de acción impaciente y extirpada: “yo te besaría / especialmente del negro bozal”. La poeta ha dicho en una ocasión que intenta acercarse a un animal cuando escribe. Su poesía es corporalidad de bestiario, injertos y mutaciones transgrediendo la tranquilidad de los vocablos. Remece, corta, arroja al precipicio de la página un discurso científico de digitales  semillas. Es el nacimiento de una obra cubierta por el sudario del descalabro verbal, porque “… la muerte es creación” para Nieto. Las hojas de Tánatos desordenan el hábitat escritural y deja campo al ronroneo, al movimiento de la inquieta niñez, a la visionaria sabiduría de chamanas y científicas. Más sueños derramados en la historia del tiempo animal y vegetal. En estos poemas se delinea una criatura acostada en una mano que no aguanta las certezas. Todo es temblor, todo está por verse, por inventarse todavía. Todo es sorpresa ante una variedad de universos.

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Escuché más de alguna vez que las y los poetas conviven con la muerte. A cada rato. Esa carta del Tarot que aterra muchas veces. El fin, el cielo, la nada, el averno, la oportunidad de recomenzar, otra etapa… La muerte qué es al final. Puede ser ese no-saber nacido en la oscuridad y que mantuvo en el desasosiego a Georges Bataille: “Vivir para poder morir, sufrir para gozar, gozar para sufrir, hablar para ya no decir nada. El “no” es el término medio de un conocimiento que tiene como fin —o como negación de su fin— la pasión de no saber”. El no de la muerte inherente a un sí de lo nuevo. Las preguntas de la poesía a lo insoluble.      

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