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Ventanas. Por Raquel Madrigal

Edward Hopper, Ventanas de noche, 1928, The Museum of Modern Art, New York.

Lo mejor de darse una vuelta por las noches es poder mirar a través de las ventanas que están encendidas en la ciudad y dejar que te cuenten historias. Es sorprendente la cantidad de información que dejan entrever sólo con pararse a observar un poco. Se habla de las potencialidades del hablar de las paredes, pero raramente se mencionan a las ventanas que, sin necesidad de hablar, o ante la imposibilidad de hacerlo, van poniendo al descubierto secretos a golpe de vista. Además, cuando lo que cuentan es poco, permiten que intuyamos o adivinemos las vidas de las personas que habitan detrás. Al principio te sientes como un intruso, como un extraño que entra sin llamar a un universo al que no pertenece. Pero con el tiempo te acostumbras, acabas normalizándolo y hasta le pones nombres a esas personas que no conoces. Llega un momento en el que sabes qué ventanas vas a encontrar encendidas durante el paseo y cuales estarán apagadas, porque siempre lo estuvieron. A veces te sorprende una ventana que no te esperabas que estuviera encendida e intentas apropiarte de una nueva historia; pero esas ventanas suelen estar encendidas durante tan poco tiempo que no es suficiente como para que eche raíces. Un par de días no da para nada; lo máximo que puedes imaginarte es que quien estaba detrás de esa luz había tenido unas noches de insomnio. Son los menos; la mayoría toma como hábito robarle horas de sueño a la noche. 

Para Emilio el insomnio es crónico. Vive en una casa en la que se gastó un dineral para insonorizarla y poder dormir durante el día. Ahora que se ha quedado sin trabajo tendrá la impresión de que esas paredes no tienen ningún sentido. Después de quince años como portero de discoteca no es tan fácil convencer a tu cerebro de que la noche es para dormir. Saber que será un milagro volver a encontrar trabajo y ver que sus deudas se acumulan, seguro que le produce un insomnio a prueba del somnífero más potente. Pasa las noches dándole vueltas a la cabeza y en vez de contar ovejas, cuenta ideas que le ayuden a mantenerse ocupado a la mañana siguiente. Ha pensado en reciclarse haciendo cursillos para que su currículo no sea tan monocromático. Se imagina que la suerte es de colores y no en blanco y negro. 

A Marina también le quita el sueño el trabajo, pero de otra manera. Es autónoma y cada vez le cuesta más sacar su negocio adelante. Eso es lo que le quita el sueño. Pensar en que probablemente no sobreviva a esta última crisis con sabor a estocada es incompatible con dormir de un tirón. Estará aprovechando que los hijos ya duermen en la habitación de al lado para intentar encontrar soluciones a las que ella llama milagros. No se considera una persona temeraria, pero le ronda la idea de jugárselo todo a una carta e invertir el poco dinero que le queda en crear una tienda virtual para salvarle la vida a la tienda física; lo ve como una especie de trasplante o de transfusión. En eso está ahora. 

Rosa ha sido de las últimas en incorporarse a esta especie de club de las ventanas encendidas hasta altas horas de la noche. Antes también se acostaba tarde viendo la novela con Paco, su marido. Entonces sólo tenía la luz que proyectaba la tele en el salón y desde aquí ni se notaba. Al quedarse viuda dejó de ver novelas, lo que es perfectamente comprensible. No habrá podido soportar el vacío que dejaba Paco en su sillón de cuero marrón oscuro. Para llenar ese vacío y otros muchos vacíos se ha lanzado a aprender a usar las tecnologías. Esperará acercarse a través de ellas a los hijos y nietos, que viven lejos. Ya ha hecho algunos avances y consigue hacer videollamadas con la familia dos veces a la semana. No más, que no quiere ser pesada. Esa fue su principal motivación. De lo que tal vez no sea del todo consciente todavía es de que puede que esa sea también la manera de vivir las experiencias con las que hasta ahora probablemente no haya soñado. El caso es que dedica sus noches a intentar hacerse con unas herramientas de las que ni siquiera sabe pronunciar sus nombres. 

Pero sí, también hay quienes tiene la luz encendida sólo por una temporada. Son personas que, por diferentes motivos, pasan periodos de turbulencias. Nada grave, pequeños incidentes que provocan cambios de rutina por un breve periodo. Con sus historias no se pueden construir verdaderos relatos, aunque sí es posible introducir un pequeño entremés tejido con lo que se adivina sobre ellos. Estos dejan una sensación extraña. Por una parte, te alegras la noche en la que ya no encuentras la luz de sus ventanas encendidas; sabes que eso significa que han conseguido salir del atolladero en el que estaban. Por otra, no puedes evitar el sentimiento de pérdida. Y a esa pérdida viene asociada una pregunta intermitente que a veces se aparece etérea como un espectro, a la vez que pesada, como una losa: “¿Qué habrá sido de quien estaba detrás de esa ventana?”. 

Es pronto para saber si este será el caso de Luís, el chico que vive en un tercero sin ascensor. Durante el día se dedica a repartir comida a domicilio en una moto suicida. Nunca se habría imaginado tener un oficio que consistiera en hacerle carreras al tiempo para convertir en verdadero el lema utópico de la empresa en la que trabaja: “Antes de que acabes de pedir ya estamos ahí”. Por las noches aparca la moto con una cadena en el portal de su edificio. De vez en cuando se asoma a asegurarse de que sigue allí; lo último que le faltaba era que se la robasen. Estudia para presentarse a las oposiciones de cartero. Ya sólo faltan seis meses para los exámenes y cuanto más estudia, menos seguro se siente. Lo que le quita el sueño es lo mismo que lo que se lo da. Entre capítulo y capítulo del temario, sueña con poder permitirse vivir en una casa con piscina o, por lo menos, en un edificio en el que sea posible olvidarse de que hay escaleras. Y, sobre todo, sueña con liberarse de la tortura de vivir con el sobresalto de tener que competir contra el tiempo montado en una moto. 

Julia, que sufre de mal de amores, está claramente de paso en esto de tener la ventana encendida por la noche. Es posible que ahora no pueda verlo; a veces, cuando uno está en medio del temporal, no ve otra opción que naufragar. Estará convencida que lo de la luz en su ventana será para la eternidad porque acaba de dejarlo con el amor de su vida. Visto desde fuera, la tragedia que escenifica en la cocina que antes era de dos y ahora sólo de una, no es para tanto. Los amores vienen y van. El día menos pensado entrará en escena un nuevo amor de su vida y las noches volverán a ser lo que era. 

Lo de Elena tiene peor pinta. Hace unos meses que se toma la vida como si fuera una gran apuesta; tal vez lo sea, pero no como ella piensa. Dedica las noches a apostar en páginas de lo que sea. Mete en el mismo saco el fútbol, el casino y los caballos y va pidiendo consejos a los que llevan más tiempo en el vicio. Ni que decir tiene que para ella lo suyo no es vicio. Es firme defensora de aprender de la experiencia ajena y seguro que hasta tiene un cuaderno abierto sobre la mesa en el que va diseñando los movimientos que le llevaran al Olimpo de los ricos más ricos del planeta. Sabe a ciencia cierta que muchos se han labrado un futuro risueño así. 

Arturo también tiene fe en las potencialidades de aprender de la experiencia ajena. Vive en una casa baja a poco más de un quilómetro del colegio público en el que trabaja. Sabe que en cualquier momento volverán a trasladarle de centro y tendrá que cambiar de casa. Cuando eso pase, la luz de su ventana no se extinguirá, sólo se cambiará de lugar. Le seguirá a cualquier parte la obsesión por reducir la brecha generacional que hay entre sus alumnos y él. Dedica las noches a buscar conexiones entre lo que encandila a los chicos y la materia que el imparte. Intenta ceder parte del espacio que ocupaban los libros en su clase por otros métodos que capten más la atención de los alumnos. No lo ve claro y se autoconvence diciendo que algunas ventajas tendrán usar menos libros y más pantallas. Como ahorrar papel; lo mismo acaba en altamar, en un barco de Greenpeace. 

Para Tere la brecha es otra. Su familia está al otro lado del océano y enciende la luz en una casa que no es la suya. Su ventana, que es prestada, está en una residencia de ancianos. Pasa la noche velando los sueños de quienes no tienen a nadie a orillas de ningún océano. Ella a veces soñará con traer a los suyos y otras veces soñará con volver volando a la casa que dejó hace cinco años. Sea cual sea el sueño que elija, para hacerlo realidad tiene que ahorrar dinero. Los sueños son inmateriales, pero para concretizarlos hace falta materialidad. Aprovecha los ratos en los que los ancianos están sosegados para responder a anuncios. Le gustaría encontrar un trabajo para llenar los días. Tal vez piense que soñar despierta es más eficaz que hacerlo dormida. 

La ventana encendida de Fernando está en el apartamento que heredó de sus padres. Es un lugar pequeño, pero a él le parece gigante. Todas las noches cuelga el cartel de “se vende” en el balcón de la sala. Quien pase por allí durante el día, ya no lo encontrará. La sensación de soledad se disipa con las primeras horas del día, entre las responsabilidades y los encuentros con los amigos. Tiene la esperanza de que todo esto cambie. Ha conocido a una mujer a la que quiere impresionar. Nadie le habrá dicho que la falta de costumbre está haciendo que sea torpe y que se equivoque con la estrategia. Ni él mismo sabe a dónde fue a buscar la idea de decirle que es un gran cocinero; le ha faltado muy poco para presumir de estrella Michelin. En la penitencia lleva el pecado y ahora pasa las noches buscando recetas exóticas y haciendo listas de compras imposibles para ejecutar los platos. 

La casa de Alejandro está junto a un paso de peatones con semáforo. En el silencio de la noche sabe que está en verde, sin tener que mirar, por el sonido de ave enlatada. No verá qué necesidad hay de tener el sonido activado a esas horas. Un ejemplo perfecto de que las cosas más útiles son absolutamente absurdas cuando están fuera de contexto. Casi todas las noches piensa en presentar una reclamación para que lo desconecten, visto que por el paso de peatones casi no atraviesan ni coches ni peatones, como ya ha verificado. Además, hasta la fecha, no ha documentado la presencia de ningún invidente es esa franja horaria. Acaba por convencerse de que es mejor escribir al ayuntamiento cuando sea de día, con la cabeza fresca y los ánimos templados. Cuando sea de día abandonará la idea porque el semáforo volverá a tener sentido y los ruidos de la ciudad harán que parezca un susurro el sonido de ave enlatada. 

Claudia cumplió los veinte hace dos meses. Vive cos sus padres y sus dos hermanos. Quiere ser actriz y sueña que los demás sueñan a través de los personajes que ella encarna. Hace ya tiempo que se presenta a todas las pruebas de las que tiene conocimiento. Sus padres no lo saben; querrán que acabe los estudios y que elija una profesión que le garantice una estabilidad. Eso piensa ella, aunque la verdad es que todavía no ha reunido el valor para confesarles sus proyectos. Espera a oscuras a que todos se acuesten. Cuando se enciende la luz de su ventana es señal de que su familia ya duerme. Entonces pone en marcha la escuela clandestina que ha montado en su habitación y aprende viendo videos con las actuaciones de los actores que más admira, busca información que pueda ayudarle a abrirse camino y, cuando tiene alguna prueba, ensaya su papel una y otra vez. También pide consejos para poder salir de la situación en la que está. Tal vez no sea consejo lo que busca, sino una voz que le empuje a seguir adelante y que le diga que pelear por sus sueños es lo correcto. Mañana tiene una prueba y todavía no ha pensado cómo va a representar esta vez el papel más difícil, durante el desayuno, cuando haga creer a todos que va a la universidad. No es la primera vez que lo hace, pero es como representar en un teatro: cada actuación es única, por mucho tiempo que lleve la función en la cartelera. 

Es hora de pensar en dar por concluida la vuelta nocturna. Mañana volverá a haber ventanas encendidas y recolectores de vidas dispuestos a observarlas. Estamos trabajando en las actualizaciones, no apagues el equipo… ¿Estás seguro de que quieres apagar el equipo?

Raquel Madrigal Martínez (Badajoz, 1977) Es autora de textos que fueron abandonados, destruidos o desterrados. Es también guardiana de obras que yacen en los archivos del ordenador que custodia. Así mismo, dedica tiempo al oficio de trujamán, vertiendo al castellano la obra de autores que escribieron o escriben en lengua portuguesa. Todo esto por la convicción de que lo que no se ve, también existe y de que el juego del cucú- tras sólo debería estar permitido cuando al menos uno de los participantes sea menor de tres años. 

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