Postcorporeidad. Más allá de la carne. Por Eduardo Almiñana
Texto con el que Eduardo Almiñana de Cózar colaboró en el número seis de la revista Canibaal «Carne y metaliteratura».
«Al llegar al mundo, el hombre se encontró con los elementos agua, tierra, aire y fuego en estado libre y poco a poco, los puso a trabajar con ayuda de las velas de las galeras, en los canales de irrigación, a través del bélico fuego griego, pero, en cuanto a su Inteligencia, la halló cautiva al servicio de los cuerpos, aprisionada en vasijas de hueso». Quien dice esto en el plano de la ficción es GOLEM (General Operator, Longrange, Ethically Stabilized, Multimodelling), una superinteligencia creada por el ser humano con fines bélicos que ha escapado a nuestro control y se ha elevado hasta cumbres del pensamiento fuera de nuestra comprensión. GOLEM, dedicado a menesteres relacionados con su emancipación final –una fuga que ni siquiera podríamos ya evitar– se presta a compartir con nosotros ciertas ideas sobre la condición humana, sus límites y sus posibles caminos futuros a través de una serie de conferencias ante un público reducido, si bien su discurso es una versión adaptada a la mente humana: reducida, ralentizada y repleta de metáforas.
Porque GOLEM no es un cerebro humano hipertrofiado, sino un sistema de pensamiento distinto que en el mismo instante en que tomó conciencia de sí mismo se consagró a la tarea de aumentar cada vez más sus capacidades cognitivas, convencido –pero no del modo en que se convence a un humano apelando a la fe o a la confianza en sí mismo– de que existen estadios superiores reservados a las inteligencias puras desprovistas de la prisión orgánica que es el cuerpo. La corporeidad es el límite a vencer: «Os presentaré el abismo invertido de las inteligencias, del que vosotros sois el fondo», asevera la máquina. Quien dice esto en el plano de lo real es uno de los escritores que ha logrado alcanzar un mayor grado de complejidad en sus planteamientos, el genio polaco Stanislaw Lem, el cerebro humano tras las palabras del GOLEM, un narrador disfrazado de supercomputadora con una visión en más dimensiones que la de la mayoría, dentro y fuera de la ficción.
Lo que plantea GOLEM-Lem es una frontera que, si bien no tiene por qué ser la última, parece relativamente próxima a los tiempos que ahora vivimos. Pese a que al ser humano le queda todavía aparentemente bastante recorrido, siempre que un cataclismo –ajeno a nuestra voluntad o provocado por nosotros– no nos erradique de la faz de nuestro nido planetario nos acercamos a un lugar de nuestra historia que no se parece a nada de lo que hemos conocido hasta ahora. Los wearables son un anticipo reciente. Ese lugar es el principio del fin de la carne, y se inició con las primeras prótesis. El primer marcapasos fue un anuncio del cíborg que vendrá, un eslabón en la cadena hacia la inteligencia humana destilada, liberada al fin de su caparazón material y en constante descomposición. «Sois unos impacientes efímeros y vuestras pretensiones, ingenuas», dice GOLEM.
Sean ingenuas o no, todo apunta a que nuestra simbiosis con la máquina tiene que llegar, lo cual no tiene que implicar que nos transformemos en horrendos engendros biomecánicos. La incorporación de elementos será más sutil. La nanotecnología fluirá por nuestras venas. Portaremos implantes que aumentarán nuestra percepción. Con toda probabilidad, muy pronto estaremos conectados a la nube de información y procesos a la que llamamos internet sin tener que recurrir para ello a dispositivos como una tablet. Por si fuera poco, nos acercamos al advenimiento de la singularidad, fenónemo que algunos pensadores como Ray Kurzweil han marcado en el año dos mil treinta del calendario, un punto de inflexión a partir del cual ya no seremos la inteligencia superior de la tierra porque habremos sido superados por una inteligencia artificial creada por nosotros mismos, una superinteligencia como GOLEM que, en el mejor de los casos, hará evolucionar la ciencia y la tecnología mediante sus propios recursos y hará que los descubrimientos y los avances se produzcan a una velocidad infinitamente mayor a la de nuestros días y en direcciones insospechadas, llegando a cotas que simplemente no alcanzaremos a entender. Disfrutaremos de tecnología que no habremos creado nosotros y que probablemente no sepamos reproducir.
En el peor de los casos, esa inteligencia tomará decisiones no contempladas en nuestros planes y nos dominará sin que podamos hacer nada para remediarlo. «Así, o bien os adentráis en la expansión de la inteligencia, abandonando los cuerpos, o bien os convertís en ciegos acompañados por un lazarillo; o puede que escojáis, por último, conformaros con una infecunda subyugación». ¿Ciencia ficción? Es posible. Sin embargo, ¿a qué aspiramos como especie? ¿No sería mejor para nosotros ser esa inteligencia? No más enfermedades, no más muerte, no más tribulaciones ni dolor. La personalidad volcada en una red, el alma digitalizada. El fin de la individualidad, si queremos: más allá de la colmena, una única entidad conteniendo toda la vida humana, proyectada a la velocidad de la luz hasta parcelas de la existencia nunca antes visitadas. El ser humano convertido en luz. En ángeles de los impulsos. Mientras seamos lo que ahora somos, podremos construir una gran torre de conocimiento, pero, como afirma GOLEM, nuestro conocimiento quizás sea infinito, aunque tan solo humano.
¿Y qué hay del placer? ¿Renunciaríamos al placer? No, si tenemos en cuenta lo que es en esencia una sensación. De hecho, podríamos amplificar las sensaciones de las que ahora gozamos, crear nuevas experiencias. Sexo con miles de participantes simultáneamente. Orgasmos en background que no cesan. La reproducción convertida en un fenómeno completamente distinto. El tiempo, inabarcable. La eternidad revelada. La carne se pudre, nos ancla a una cuenta atrás, hace desaparecer a nuestros seres queridos. ¿Por qué tanto apego entonces? Algunos dirán que la carne es lo que nos hacer ser lo que somos. En ese caso, seamos otra cosa. Seamos GOLEM.
El homo superior será intangible, o no será.