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Astracanada con esvásticas. Un relato de Lisardo Suárez

ASTRACANADA CON ESVÁSTICAS. Por Lisardo Suárez

Fotograma de El Capitán, 2017. Dirigida por Robert Scwentke

Mira dos veces para ver lo justo. No mires más que una vez para ver lo bello.

HENRY F. AMIEL

 

Al terminar, me levanto y busco cigarrillos en la chaqueta. Enciendo dos antes de volver a la cama; le paso uno a Sepp, que permanece tumbado. Me acomodo junto a él, con la cadera cerca de su hombro.

—¿Te ocurre algo?

Desde que llegó, apenas ha hablado. Los hombres en silencio son muy atractivos porque me permiten suponer sus pensamientos a mi antojo. Eso me gusta, igual que la masculinidad casi brutal que hace bello cualquier rasgo tosco. Tarda unos segundos en responder:

 —Me preocupa mi jefe.

Procuro que mi rostro disimule la decepción ante esa falta de confidencias sentimentales. Disfruto el sexo vigoroso, sí, pero también me gusta sentir que se enamoran aunque sea un poco. Doy una calada al cigarrillo mientras se incorpora hasta que la parte inferior de sus hombros, anchos y fuertes, queda apoyada contra las almohadas.

—Lo noto más pálido que de costumbre. También la esposa está preocupada. Cuando fuimos a su casa el otro día, ella dejó el salón para comentarlo conmigo en la cocina: «Está agotado. Por favor, cuídelo mucho».

Me limito a asentir con una expresión que evita cualquier compromiso por mi parte. De la posibilidad de algún brote de cariño pasamos a la realidad del estado anímico del mismísimo Reichführer-SS Himmler. Fantástico.

—Qué abnegada la señora Margarete. Apenas se ven porque el trabajo de su marido es demasiado importante para todos nosotros y siempre está ocupado; ni tiene tiempo para jugar con sus hijos. Somos afortunados de que alguien así cuide del futuro de Alemania.

Por mi parte, pienso en la suerte de que un pecho tan poderoso como el de Sepp frote mi espalda cuando hacemos el amor; pero él está empeñado en sacarme de la sensualidad de mis pensamientos.

—Paga un precio personal muy alto. Incluso su salud se resiente y muchas veces está exhausto. La primera vez que lo vi desfallecer fue en Madrid; sufrió un vahído mientras asistíamos a una corrida de toros. Creo que la lluvia de esa tarde le causó fiebre.

Mientras paso la mano por su bíceps izquierdo, enorme y con una vena tan gruesa como sugerente, recuerdo las miradas tan intensas de los toreros que he visto en fotos. Sepp impide que me sumerja más en esos ojos varoniles de mi imaginación porque sigue hablando.

—El calor le jugó una mala pasada en Minsk. Cuando supervisaba de cerca unas ejecuciones, a pleno sol de agosto, se mareó y casi termina caído en la fosa común. Mientras se recuperaba, aproveché para limpiar los restos que habían salpicado su uniforme.

Sus abdominales, esculpidos en granito, me salvan de reflexionar sobre esa imagen. Cada vez que mi dedo cae entre los relieves para volver a subir, noto una presión agradable en el estómago y más abajo.

—Siempre volcado en su labor. Que si el gas del combustible diésel es más efectivo, que si hay que hacer un consejo de guerra antes de cualquier Aktion contra partisanos, que si un banquete después de los tratamientos especiales. Lo primero es el trabajo; una vez acortó su masaje semanal de espalda para firmar la orden de unas ejecuciones.

Ignoro casi todas las palabras que pronuncia excepto lo del masaje. Me fijo en sus manos grandes, de uñas sin manicura pero limpias, con dedos largos y recios. La presión desciende un poco más mientras apago el cigarrillo.

—Por mucha responsabilidad que tenga, es minucioso con los detalles. Cuando analizaron la mejor manera de ahorrar sufrimientos a los pacientes del psiquiátrico de Novinki, él sopesó todas las opciones antes de autorizar la dinamita.

»O lo de aquel muchacho ante el pelotón. Mira que le preguntó si alguno de sus antepasados no era judío; y el chiquillo, erre que erre. ¡Pues claro que fue imposible ayudarlo!

Al escuchar la palabra pienso en la circuncisión. He visto varias y creo que son elegantes, como las prendas de cuello vuelto de los marineros. Pero la capucha de Sepp me gusta: tiene algo de verdugo; es excitante.

—Hace poco fuimos a casa de su secretaria personal, la señorita Potthast. ¿Puedes creer que, además de firmar toda la documentación pendiente, tuvo tiempo para jugar con sus dos niños?

»Esta misma noche, antes de venir a verte, le pregunté si necesitaba algo más. Miraba las estrellas con una expresión muy concentrada. Seguro que tenía mil asuntos sobre los que reflexionar, pero ¿piensas que me despidió con un gesto? Nada de eso. Sonrió con calidez y dijo: «Puede usted retirarse, gracias».

Yo también siento calidez y también quiero jugar. Tanteo sus muslos, repletos con una musculatura que me impide abarcar siquiera uno de sus lados con ambas manos.

—Pero cada vez se le nota más agotado. Durante una ejecución, ocurrió otro desvanecimiento. El frío de diciembre es muy traicionero. Por suerte estaba sentado, terminó con la cabeza entre las rodillas y sus gafas chocaron contra el suelo; menos mal que no se rompieron.

»Ahora le han encargado comandar unidades militares y, además, dirige el Ejército de Reserva. Está más tenso, las ojeras crecen día a día. ¿Creen que ese hombre es inagotable?

Parece preocupado de verdad. Me apetecen hechos y no palabras, maldita sea, pero él quiere que lo escuche.

—Nos presionan en dos frentes. ¡Ahora es cuando Alemania más lo necesita!

Mientras acerco mi exploración a su entrepierna, bromeo con que Himmler debería tomar vitaminas. Sepp se enfada. Resulta sorprendente lo rápido que es capaz de moverse con su gran envergadura: me tira al suelo de un puñetazo.

—¡Déjate de chistes, Karl! ¡Muestra respeto por él! ¡Muestra respeto por Alemania!

Quedo frente a él, medio de rodillas, medio sentado. A la altura de mi cara dolorida, su pene; muy cerca. Pienso en Alemania. Ignoro qué piensa Sepp pero tiene una erección que, por alguna causa que no entiendo, encaja muy bien con la furia en su rostro. Empuja y gira mi cuerpo hasta aplastarlo bocabajo. Me penetra. Siguen sus gritos. Me hace daño.

—¡Muestra respeto, Karl! ¡Muestra respeto!

Me siento Alemania.

 

Lisardo Suárez (Gijón, 1970) se amparaba antes en la discreción de los seudónimos para escribir, pero ahora firma con su verdadero nombre casi siempre. Sus trabajos de narrativa breve han recibido más de ochenta reconocimientos en diferentes concursos, convocatorias, certámenes y antologías. En el apartado de revistas literarias, ha sido seleccionado para colaborar con Narrativas, Visor, Extrañas noches, El Narratorio, Sinestesia e Ibídem, entre otras.

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