Una historia de mar corriente. Por Ximo Rochera
Un relato de Ximo Rochera:
Una historia de mar corriente
Me encuentro un poco enfermo. No es esta la mejor forma de comenzar un relato, sobre todo si no voy a hablar de mí. No tengo tanta fiebre como para desvariar o delirar. Mi enfermedad es solo una excusa para hacer aquello que me dé la gana, así que comenzaré diciendo que estábamos en el mes de abril. Hacía dos semanas que no se veía el sol en la costa da Morte. Es importante dar algunos detalles de localización y climatología para ir entrando en la historia. Los puertos tenían toda su flota amarrada. Los marineros aprovechaban para limpiar y arreglar sus pequeñas embarcaciones, dando al lugar un aspecto de postal clásica. El paisaje humano de los puertos ha ido cambiando con el paso de los años, ya no se dedica cualquiera a esa dura profesión. Tampoco las familias resisten, como antaño, la severidad de una vida mirando al mar. Mohamed y Ali cosían de muy mala manera las redes rotas. Manuel no se cansaba de gritarles porque no lo hacían como él les había dicho. Manuel no sabe explicarse bien. No dejaba de insultarles. Les llamaba negro uno y negro dos, aunque acababa diciendo solo uno y dos. Para Manuel todos ellos son iguales, demasiado parecidos. Son como los chinos –piensa–, es imposible diferenciar uno de otro. Ellos habían llegado a Corme hacía tres años. Habían salido de una pequeña aldea de Senegal hacía seis. Les costó mucho tiempo poder llegar a España. Estuvieron a punto de morir en el Mediterráneo y por esa razón le habían cogido miedo al mar. Al llegar a Galicia descubrieron que únicamente podrían trabajar si ignoraban sus temores. Dijeron que tenían experiencia, que en su pueblo también eran pescadores. Manuel no sabía dónde estaba Senegal, para él África era un todo, muy grande y muy pequeño a la vez. Lo único que le preocupaba era que trabajasen mucho y cobrasen poco. No les dio de alta porque solo salía a pescar cuando le faltaba el dinero. A Manuel le gustaba más estar en el bar que en su barco. Mohamed y Ali dormían en la casa de su patrón. Les había puesto dos colchones y unas mantas en el suelo de su garaje. Tenían un aseo sin ducha, pero les permitía ducharse una vez a la semana utilizando su propio baño. Manuel no tenía hijos y su mujer le había dejado hacía más de diez años. No sabía qué era de ella ni le interesaba. De vez en cuando alguien le intentaba contar los rumores que había escuchado, pero él se negaba a prestar atención. Julia se había mudado a Carballo. Manuel pensaba que era mejor así. Siempre he querido escribir un relato que condense en un solo personaje todo aquello que soy capaz de percibir en un análisis social exhaustivo, aunque continuamente acabo fracasando.
Manuel no era un mala persona, simplemente no se detenía a pensar. Quizá si alguien le hubiese explicado que lo que hacía no estaba bien, que lo que pensaba era demasiado inhumano, que su austeridad social le hacía parecer un animal, quizá si alguien se lo hubiese explicado lo habría corregido. Como decía mi abuela: «Ahora ya habéis hecho tarde». Manuel se acercó a los dos jóvenes y dándoles una patada en sus botas les dijo que se preparasen que iban a salir. Ellos ya se habían enfrentado con la muerte en demasiadas ocasiones como para negarse a hacerlo otra vez. Ya le tenían tomada la medida. Incluso escribiendo el relato soy capaz de percibir el fuerte olor a gasoil quemado que burbujeaba por debajo del casco. Manuel llevaba una gorra azul, un impermeable negro y botas de agua. Manejaba el timón con la decisión del capitán Ahab. Era de esos marineros que hacen eses cuando no están embarcados. Sé que tendría que haber introducido la edad de Manuel anteriormente porque quizá ahora estés pensando que se trata de un hombre mayor. Manuel no llegaba a los cincuenta, aunque su aspecto agrietado debido al efecto de la sal y los rayos del sol le hacían aparentar más edad. Julia era ocho años más joven que él. Se había quedado embarazada a los dieciocho, se casaron y antes de los cuatro meses tuvo un aborto. Julia quería a Manuel, pero nunca había estado enamorada. Pensaba que en los pueblos es así. Dejó a Manuel porque se enamoró de un escritor que se había instalado en Corme para escribir una novela. Todos los días le veía en el bar en el que ella trabajaba de camarera. Él tomaba cafés sin parar y ella se los servía con una sonrisa. Cuando no había nadie en el bar hablaban mucho. Así es como descubrió que no todos los hombres eran como Manuel. Cuando él acabó la novela le dijo a Julia, igual que el día anterior le había dicho que el cielo estaba especialmente brillante, que se marchaba en unos días puesto que había acabado finalmente la novela. Así fue como ella supo que no tenía ningún sentido seguir viviendo en Corme con Manuel. En el pueblo todos dijeron que se había marchado con el escritor, pero lo cierto es que vivía sola en un piso de Carballo y trabajaba en la conservera del pueblo. Apenas se acordaba del escritor que, por otro lado, era un desconocido que difícilmente iba a tener éxito. Así de cruel es la literatura, casi tanto como la vida.
El barco abandonó el puerto y se enfrentó a las primeras olas gigantes. Manuel disfrutaba abordando cada una de esas murallas saladas como si fuese un caballero de la edad media intentando hacer suyo lo que no le corresponde. El motor subía de revoluciones y sonaba hueco, como si fuese a explotar. Mohamed y Ali se pusieron los chalecos salvavidas y se aferraron a las redes con fuerza como si éstas fueran a sujetarlos. Parecía que el barco no avanzase. Manuel sabía que si llenaba la cubierta de peces no haría falta salir a faenar en un mes. Les ordenó que echasen las redes al agua, pero ellos estaban sentados en la cubierta, rígidos y ensordecidos por el ruido de las olas golpeando el casco. Vamos negros –dijo Manuel escupiendo salivazos por la boca mientras chillaba–, no tenemos todo el día, perros. Arrojaron los fardos de nylon al mar. Ali se vio subido nuevamente en la patera, cruzando el estrecho, arrojando los cadáveres al agua para aligerar el excesivo peso. Intentaba no pensar en ello, pero no podía evitarlo. Cada noche la misma pesadilla. Esas imágenes…, sabía que le iban a acompañar el resto de su vida. Ali pensaba que hay cosas que es mejor no olvidar nunca. También pensaba que los europeos son demasiado soberbios como para no repetir las mismas barbaridades, no se fiaba de ellos. De mí tampoco.
Las redes se abrían en el mar como las alas de una mariposa cuando sale de la crisálida y se convertían en una boca ávida por llenarse de comida que no iba a necesitar. Ali se acordó de su padre pescando con el cayuco en Kafountine. Todos los días cogían algunos peces para la familia y otros para vender; no muchos. Él siempre decía que no hay que coger aquello que no necesitas: «Aunque veas muchos peces, aunque puedas cogerlos todos, no lo hagas. Coge únicamente aquello que necesites, así el día que no tengas el mar te los devolverá».
Manuel solo pensaba en llenar la cubierta y ellos obedecían. Mohamed se quejaba más que Ali. ¿Quién hará este trabajo si no lo hacemos nosotros? –le decía cada noche a Ali–, sin nosotros no podría sacar el barco. Ali le contestaba muy tranquilamente para apaciguar su ánimo. No era cuestión de si el patrón podía hacer o no el trabajo solo. Mohamed tenía que entender que el patrón no iba a concederles ningún privilegio occidental. Ellos eran negros, vivían como negros en un país de blancos y se les pagaría en función del color de su piel y de su procedencia. Mohamed estaba dispuesto a no salir más con el barco, a buscarse otro trabajo, a dejar el pueblo o el país si era necesario, sin embargo, Ali cada día agradecía la suerte que había tenido. En Kafountine no podía quedarse, había visto a muchos amigos morir en el desierto, otros se habían quedado en la frontera intentando saltar unos muros de alambre y concertinas. Él, sin embargo, había optado por la prueba más dura: una zódiac hinchable cargada con «mercancía» que intentaría cruzar la corriente del estrecho.
–Sigue trabajando Mohamed, ya lo hablamos esta noche.
Manuel se acercaba a la borda para ver las redes. El barco tiraba de ellas con fuerza. Subía y bajaba las olas como si fuese de papel.
–Recogemos –chilló nuevamente el patrón.
A Manuel se le encendieron los ojos al ver la cantidad de pescado que estaba entrando en la cubierta. No se lo podía creer. Tendría dinero para no salir del bar en semanas. Ja, si me viera Julia ahora –pensaba.
Se asomó otra vez a la cubierta para comprobar cómo iba la recogida. Un golpe inesperado de una ola lo arrojó violentamente al océano. El barco seguía navegando y las redes subían llenas de peces. Los mástiles a duras penas soportaban todo el peso que tenían que elevar. Manuel se mantenía a flote, aunque desaparecía constantemente cada vez que una ola se le acercaba. Mohamed miró a Manuel con ira. Vio cómo se alejaba su cuerpo. Entonces cogió el timón y comenzó a virar. Había visto a su patrón manejar el barco, aunque nunca pensó que fuese a hacerlo él. Aminoró la marcha al pasar por el lado del Manuel. El patrón se agarró a las redes y Ali le ayudó a subir. Había estado a punto. Manuel no les agradeció la ayuda.
–Venga, negros –dijo–, seguid subiendo las redes. Volvemos al puerto.
Manuel sonreía. Había sido un buen día.
A veces creo que son estas historias que escribo las que me ponen enfermo.