Un tratado sobre el cuerpo feroz. Obra de Iván Véliz Villalobos. Por Aldo Alcota
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In-corpo-ración de una génesis.
Mirar y pensar la obra de Iván Véliz Villalobos (Chile, 1975), es un intento por llegar a las evidencias de una excesiva corporalidad, a una superabundancia de pieles, estómagos, vasos sanguíneos, pulmones, ojos, corazones, masa muscular, fisiologías alucinatorias, arterias de la incertidumbre junto a pliegues faciales que no tienen límites de extensión. Reforcemos esto con un planteamiento de Jean-Luc Nancy: “El cuerpo no está vacío. Está lleno de otros cuerpos, pedazos, órganos, piezas, tejidos, rótulas, anillos, tubos, palancas y fuelles. Está lleno de sí mismo: de todo lo que es”[1]. Una amalgama de anatomías se reúnen para respirar en el papel y cartón, corpus blanco que está a la espera de ser contaminado por las acrobacias de seres que no dan tregua a la mente del artista.
Un antecedente iluminador, ingrediente matérico del recuerdo, es la reproducción del tríptico El Jardín de las delicias de El Bosco que había en casa de la madrina de Véliz. A él le impacta esta lámina enmarcada y no olvidará a ese porcino con velo de monja que trata de besar a un temeroso hombre mientras a su alrededor los monstruos del Infierno engullen a los condenados. El Bosco con su recurso bestial y detallista de concentrar los mundos del más allá, remueve la fértil sensibilidad de Véliz. Es un traspaso de originalidad de una época a otra, a través de aquella abundancia de figuras acumuladas en el duplicado de una afiebrada pintura del siglo XVI, y que salpica hacia la contemplación de un adolescente que está a punto de desatar su personal indagación corporal. Esa transición del provocador colorido del Paraíso a lo sombrío del Infierno, y viceversa, retumbará en sus lápices y su trayectoria artística. Un recorrido hasta una pieza oscura: Véliz allí dialoga con extremidades y rostros descompuestos. Luego se enciende la luz y el coloquio continúa con encrucijadas de colores. Lo siniestro y su lenguaje se mantienen entre él y sus seres inventados. Se apaga la luz y la tiniebla llega con su férreo trazo y dramático sombreado.
Se puede seguir retrocediendo en la biografía de Véliz; recrear su niñez donde se propaga la invención de amigos imaginarios. Donde las quimeras, la alucinación y la ficción estallan en el cielo como fuegos artificiales. “Mientras soñaba en su soledad el niño conocía una existencia sin límites. Su ensoñación no es simplemente ensoñación de huida. Es una ensoñación de expansión”[2], manifiesta Gastón Bachelard al referirse a esta etapa de la vida con su reinado de deslumbrantes fantasmas. Se adhieren los momentos de juego con muñecos, marionetas y figuritas de plástico sin brazos, extraviados en algún rincón de la casa. En la memoria quedan esas mutilaciones domésticas; comparten mañanas y tardes en la entretención del niño Véliz. Luego viene la noche con agasajo de sueños y pesadillas hasta despertar al durmiente y provocarle sobresaltos. Véliz reclama a estas criaturas en su obra; les otorga un nuevo escenario para ese brinco de variadas formas y colores. Engendra otra vez su niñez bajo el accionar de una estética de la crudeza. Son especímenes lisiados habitando en un espacio de pugna entre Eros y Tánatos (cito esta reflexión del artista Miguel Ángel Huerta sobre el trabajo de Véliz).
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Enfermedad, desamparo, fragmentos.
Muchos trabajos de Véliz llevan incorporado un esmalte de agua. Un relieve negro de la orfandad, una marca fangosa de la soledad, un rastro feroz de la dolencia. Aquel esmalte ha gestado una máscara mortuoria que se repite en algunos dibujos como un eco de ese grito cadavérico pintado por Munch. Una máscara emparentada con un rito funerario azteca. Esas prominencias oscuras parecen devorar a los seres dibujados, como si fuera una enfermedad que corroe, aniquila. Además persisten las afecciones en todos esos cuerpos retratados, en sus fragmentos, carencias, en su imposibilidad de llegar a ser íntegros. A la vez, varios llevan sus máscaras ojerosas nacidas de la precisión de rotuladores y acrílicos, orgullosos de sus patologías huesudas y venecianas, de sus granos, muecas, heridas, de su alianza con esa animalidad corrompida por extraños fluidos y anomalía post nuclear. Fotos familiares convertidas en una exhibición del horror, cráneos abiertos y bocas abiertas en el desarrollo de las nervaduras rojas, gruesas, convertidas en esbeltos cuerpos femeninos sin brazos. Lo obeso y lo famélico enredados en el cordón umbilical del teatro onírico. Todo es abandono humano hecho monstruo con piruetas en la región de la violencia. Los ojos aparecen en la carne como llagas, testigos de un mundo perdido en el desconsuelo de los tonos.
Deseo y muerte, disgregación, confusión y fusión entre personajes acoplados en la intensidad de su carne y musculatura enferma, de su devenir andrógino, de sus arquetipos en constante cambio de volumen y tamaño, de sus pérdidas ancestrales y dudas bufonescas. Reinvención de lo orgánico como método de sobrevivencia, como una lucha ante el estado de sucumbir. Véliz es un cirujano que intenta diseccionar cuerpos, recuperarlos, darles nuevas atribuciones de supervivencia y mostrar sus modificaciones. Es una especie de Hans Bellmer: “En la escala de las inversiones a las que hemos visto librarse a la imaginación corporal, la extraversión es ciertamente la peripecia. (…) no existe ningún vómito, ninguna revuelta más violenta que el cuerpo pueda formular en su lenguaje propio contra el orden de la naturaleza, con respecto al cual él es el insumiso”[3]. Extraversión en la obra de Véliz. La integridad de lo turbado.
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Arquitectura, paisaje, derribo.
El cuerpo desempeña un refugio para otros más pequeños. Asume un sentido arquitectónico como construcción hogareña en espera de los parásitos carnosos que deambulan por los aires. Corporalidad hecha casa, palacio, altar donde se comen unos a otros, un retablo salón y comedor como circuito electrónico de manos, brazos, piernas, con cabezas invadidas por venas llevando electricidad sanguínea. Se ven personajes mutilados con edificaciones en sus vientres, habitaciones de niños, mujeres y pájaros esperpénticos ansiosos de refugio. Maternidad que protege a sus vástagos y les da de comer en las costillas de la muerte. Arquitectura calavera y paisaje del cuero palpitan en las obras de Véliz. Desde las rodillas de un intranquilo ente salen diminutas cabezas como si fueran ornamentos demoníacos de una catedral gótica. Todo es un paisaje hermético y extraño tras la ruina del cuerpo, pedazos esparcidos en la fiesta de los saltimbanquis con mascarillas antivirus, en esas carnes disfrazadas de hechiceras sacando sus lenguas donde cada proyecto anatómico goza de una capacidad de cambio sin parar hacia la sustancia de una ola, una montaña, una casona donde conviven pigmeos chillones junto a mujeres fragmentadas por el suplicio. Véliz predica con sus tintas esa bella premisa de Antonin Artaud: “El cuerpo humano tiene bastantes soles, planetas, ríos, volcanes, mares, mareas, sin necesidad de ir a buscar los de la supuesta naturaleza exterior y ajena”[4].
El arte de Véliz sigue la tradición latinoamericana de la figuración y su demasía casi brutal que va desde los murales de Bonampak hasta las pinturas de Gerardo Chávez, Leonora Carrington y Frida Kahlo. La libertad de Véliz es propia de la creación surrealista. Se deja llevar por el cartón blanco, como si estuviera a disposición de fuerzas mágicas para elaborar un tratado del cuerpo en todas sus etapas del derribo, “Después de fracasar, ellos se cortaron enteros”[5], tal como este verso del joven poeta chileno Nicolás López-Pérez. Hay también alusión a la triste historia de un continente, con personajes de humanidad fallida. “Con la tortura, el cuerpo adquiere su plenitud a través del dolor” (Diamela Eltit)[6]. Los trabajos de Véliz narran esa laceración, herida. Fustiga a sus figuras como si estuvieran en una habitación sin poder salir. A la vez es un doctor e inventor de criaturas que comparten su soledad como si fuera J.F. Sebastian, diseñador genético de la Corporación Tyrell que aparece en la película Blade Runner de Ridley Scott. El arte de Véliz es el cuerpo abatido e inválido, hecho arquitectura de la muerte y la angustia, juegos de transformación en una apaleada irrealidad.
[1] JEAN-LUC NANCY, 58 indicios sobre el cuerpo. Extensión del alma. Ediciones La Cebra. 2007. Buenos Aires.
[2] GASTON BACHELARD. La poética de la ensoñación. Fondo de Cultura Económica. 1994. Bogotá.
[3] HANS BELLMER. Anatomía de la imagen. Ediciones de La Central. 2010. Barcelona.
[4] ANTONIN ARTAUD. Cartas a André Breton. José J. de Olañeta, Editor. 2012. Barcelona.
[5] NICOLÁS LÓPEZ-PÉREZ. Escombrario. Contraeditorial Astronómica. 2019. Santiago de Chile.
[6] DIAMELA ELTIT. Emergencias. Editorial Planeta. 2014. Santiago de Chile.