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«Un espectáculo de muerte» por Mamen García

En 1565 el Inquisidor General de Madrid, Fernando de Valdés, instaló un elaborado «Teatro de la herejía». Encargó representaciones que acompañaran las quemas de los herejes, así como interludios sagrados sobre carros móviles cerca del público. Tenían el propósito de ahogar los gritos de dolor de todos los que ardían en la hoguera. Supongo que ante este dato el lector puede estar pensando «¡qué horror!». El ser humano es capaz de las cosas más terribles. Incluso puede haberle resultado desagradable de leer y ahora está intentando borrarlo de su mente como sea. Sin embargo, piense durante un momento lo molestos que debían ser los gritos de todos aquellos condenados. Que la ocasión estuviera acompañada de un flautista flaco y desgarbado tocando melodías para el Tribunal es, como mínimo, muy práctico.

Si ese mismo flautista flaco y desgarbado hubiera vivido a finales del XIX, probablemente hubiera tocado para Baudelaire. Habría sido testigo de la tos del escritor y de los deseos más profundos de esa cabeza que realmente nunca supo amar. Todo habría estado armonizado por la melodía del flautista que con sus ojos grandes observaría la escena sin inmutarse; quizá se preguntaría cuánto pensaba pagarle aquel señor que decía ser un poeta maldito, pero que no parecía tener dinero en el bolsillo.

Por tanto, lo que debería sorprender realmente al lector es por qué a la muerte siempre le acompaña el espectáculo. Estoy convencida de que Baudelaire sabía que moriría por la sífilis y por eso pudo escribir Las flores del mal. Ese acto también es una forma de espectáculo, un acto performativo que sale directamente de la pluma de un escritor que poseía absolutamente nada. Ese mismo espectáculo nace, precisamente, para evitar la molestia de pensar en la muerte.

El cine está lleno de ejemplos de grandes personajes que intentan evitar su miedo a la muerte a través de la adrenalina del espectáculo. Los musicales (la sola palabra asusta) son una fuente constante de personajes insatisfechos que burlan a la realidad con sus coreografías espontáneas. Uno de mis favoritos es Guido Contini en la película Nine (2009) de Rob Marshall. La cinta, a pesar de ser un musical, sabe introducir con bastante destreza los actos musicales en la trama a través de una solución que nunca falla: todo ocurre dentro de la cabeza del protagonista. Este director de cine italiano (encarnado por un maravilloso Daniel Day Lewis) ha perdido la inspiración y se ve incapaz de continuar con la película que ha empezado y, sobre todo, que le ha prometido a la productora. La canción con que Guido Contini ilustra su ataque de ansiedad es el perfecto de ejemplo de cómo los dos conceptos con los que tratamos en este número son inseparables:

Sin embargo, si hay algo mejor que el lamento de un director frustrado es el lamento de la puta con la que se encontró de niño. La aparición de la prostituta en escena es sencillamente brillante, ella aparece en blanco y negro y con un ojo morado. Ese lamento sí que entiende de muerte, de rabia y de supervivencia.

La canción que canta nuestra Saragina (una perfecta Fergie) habla de la esencia que caracteriza al hombre italiano. Le enseña al niño que mira que debe confiar en su instinto de hombre poderoso porque lo lleva en la sangre. Esa proclama la realiza la Saragina no como si fuera una conquista de ese hombre italiano, sino como si verdaderamente ella fuera el seductor. La violencia sensual con que baila la canción, mientras mira fijamente a la cámara, nos dice mucho más de lo que parece. Ella habrá sido narrada como musa, pero cuando canta pasa de puta a cliente.

Las lecciones sobre cómo amar instan al hombre italiano a vivir su día a día como si fuera el último. Este tópico adquiere en sus labios una profundidad aún mayor porque si pensamos en el día a día de esa mujer, casi podemos verla celebrar que aún sigue viva una vez se pone el sol. Quizá, si prestamos suficiente atención, podremos ver incluso cómo el flautista desgarbado de ojos verdes observa también desde la distancia. Oye a Saragina, pero sobre todo la escucha. Escucha su mensaje: sé italiano. Pero no seas italiano como ellos, sé italiano como yo. Ama la muerte tanto (o más) como amas el espectáculo de la vida.

 

 

nobuyoshi_araki
Imagen de Nobuyoshi Araki, serie Flowers and Jamorinsky (2005-2006), elegida por la autora para ilustrar su texto

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