Sin filtro. Por Marta de la Fuente Soler
Todo comenzó las navidades pasadas. Miento. Empezó un poco antes. En noviembre. Cuando era una persona distinta. Me paro a pensar en cómo sucedió todo y a mi mente acuden un montón de imágenes, todas como enroscadas en un torbellino frenético y bañadas en niebla. Como si el tránsito no hubiera sido real. Quién sabe, lo mismo por ahí van los tiros. Lo que marcó el antes y el después fue el anuncio de un señor con cara de pocos amigos que me dijo en su triste consulta que tenía un tumor en el cerebro y que me tenían que operar.
En las películas esta clase de noticias siempre se dan en navidad. La gente dice mucho “como en las películas”, pero si lo piensan bien en verdad los de las películas deberían también, incluso antes, decir “como en la realidad”. Yo hasta entonces había tenido navidades normales, alegres. Cenas con familiares, regalos, ya saben; pero me da que pensar que si en las películas y en los libros la navidad da mucho juego quizás sea porque la vida se las gaste así con mucha gente. Gente a la que no conozco. Quizás es por lo que Agatha Christie escribió el libro Navidades trágicas. No se crean que soy un gran lector ni nada por el estilo, pero mi hermana tiene ese libro desde hace cuatro siglos en la mesilla de noche y aunque me tiene prohibido entrar en su cuarto, cuando ella no anda por casa y yo ando corto de maría, me escabullo dentro para robarle del pequeño alijo que siempre guarda bajo el colchón. Pero no me dejen enrollarme mucho porque capaz soy de olvidar lo que les iba a contar. No les voy a hablar de mi hermana ni de sus movidas, ni tampoco les voy a hablar de cine, sino de cómo me cambió la vida para siempre la navidad anterior.
Pues como les venía diciendo estaba yo con mis padres en esa consulta con ese médico tan poco entrañable porque un mes y medio antes empecé a notar cambios extraños en mí. No soy hipocondríaco ni paranoide, durante varias semanas guardé para mí toda sospecha de que algo raro me estaba ocurriendo. El primer indicio me vino de la mano del que hasta entonces fue mi gran pasatiempo, pasión, llámenlo como quieran: los warhammers. Ya saben esos muñequitos en miniatura que uno pinta y organiza en ejércitos y luchan y tal. A mí me volvían loco esos muñequitos. Se lo juro. Podía pasarme encerrado días y días sólo pintándolos. No es que me gustara pintar nada más, ni cuadros, ni ropa como hace mi hermana, ni nada más, solo warhammers. Entre ustedes y yo, me gustaba más pintarlos que enfrentarlos.
Pues bien, esa tarde la recuerdo como si fuera ayer, estaba en mi cuarto, la luz del flexo abrasándome la cara y de buenas a primeras sin poder yo controlarlo, empezó a temblarme la mano que sujetaba el pincel con el que estaba dando los últimos retoques a la figurita de un orco; yo que me jactaba hasta la fecha de tener un pulso de cirujano ahora era de esa gente que en el refrán roban panderetas. Ese fue el primer aviso.
Luego, a medida de esta acusada pérdida de precisión persistía, vinieron los demás compinches. Sentía vértigo hasta sentado en el taburete de una barra de bar, no que yo me prodigara mucho por los bares; entiendan, yo era un muchacho tranquilo, casero, con una vida social prácticamente inexistente. Puedo ser además bastante vegetativo, me gusta sobar como un campeón, pero ese mes y pico estaba todo el día cansado y me echaba siestas del tigre a todas horas, en gran parte por verdadero cansancio y en otra también enorme para olvidarme de unos dolores de cabeza cuya frecuencia iba en aumento.
Así que sí, en esa consulta, que ya les he dicho que era triste como ella sola, con mi madre a un lado y mi padre al otro y el tipo gris ese frente a mí, supe que el motivo de esas anomalías era que me había salido un tumor en el cerebelo. Ya ven, toda la vida haciendo mofa de la palabra cerebelo hasta que de repente no es graciosa. Según el médico abrió la boca, mi vieja se puso como una magdalena, no paraba de llorar. Yo no sabía que alguien podía llorar tan fuerte y tan de seguido sin que se le salieran los ojos de las cuencas. Calma, Mari, calma, le repetía mi padre. Y ella nada seguía berreando como si la estuvieran matando ahí mismo. Les diré, mi madre es buena persona, pero no es alguien a quien quieras tener al lado en una crisis. Es histérica de profesión.
Con tanto llanto casi no dejaba oír al médico que, aunque no me lo llevaría de cañas, nos explicó con mucha templanza que se trataba de un tumor de grado uno, y por tanto un tumor benigno, operable, y que el tratamiento era más o menos sencillo aunque no sin cierto riesgo. Primero se rasura la cabeza del paciente, o sea yo, mi cabeza, luego se extrae un trozo de hueso de cráneo que permite visualizar el tumor, luego se realiza un agujero para poder meter por él el endoscopio, que para quien no lo sepa, es como una mini farola para ver el interior de nuestro aparato humano, y si uno tiene suerte le sacan el tumor entero y tan felices, si por el contrario la extracción completa no es posible, le hacen a uno una biopsia, que para quien tampoco lo sepa, es como una pequeña cantidad de tejido para ver de qué va el percal y qué se puede hacer.
Yo fui de la gente con suerte. Me lo sacaron de una. Siete horas estuve en quirófano. Probablemente mi madre batiera un récord y llorara todo el tiempo que duró la craneotomía, otra palabreja que he aprendido a raíz de toda esta experiencia. Como ven he mejorado mi vocabulario gracias a este susto, no hay mal que por bien no venga, pero sinceramente eso es lo de menos, lo que he aprendido, lo que de verdad se me ha colado dentro desde que me abrieron el melón, es a hablar sin tapujos.
Ser directo, sepan, me parece una enormísima ventaja. Yo antes no era consciente de lo divertido que es el mundo cuando no le tienes miedo y vas de frente. Y este saber hacer, esta nueva inercia de mi personalidad, me vino sola como esa gente que se mueve que da gusto sin haber dado en su vida una mísera clase de baile. Y me llegó desde el minuto uno de volver en mí, tras la operación.
Estaba yo postrado en la camilla cuando empecé a abrir los ojos y en la nebulosa empezaron a dibujarse unos contornos del Olimpo: lo primero que reconocí fue un buen par de tetas, a la vez que llegaba a mis narices el inconfundible olor de una mujer que pone esmero a su arreglo. Sí, corroboré segundos más tarde, era una mujer, una mujer preciosa vestida de enfermera con su batita azul más entallada de la cuenta, y yo era el tipo con suerte a quien estaba haciendo su chequeo. Qué buena estás, jodida. Ven aquí que te voy a enseñar lo que vale un peine. ¡Pero hijo mío! saltó mi madre desde una esquina de la habitación. ¡Esa no es manera de hablar con una profesional! Como una profesional es como quiero que me lo haga esta cucada de moza. ¿¡Pero, Paco, tú estás oyendo a este niño!? ¡Sé educado o cállate la boca, te digo! Mi madre es de mear y no echar gota, tras haber pasado probablemente medio día llorando a moco tendido, su hijo de vuelta tras una dura batalla entre la vida y muerte y sólo se le ocurre a la mujer darle la bienvenida obligándole a que se atenga a las normas de decoro. De chiste.
La cosa no quedó ahí. Me refiero, que el hito de la enfermera marcó mi nuevo modus operandi en sociedad. A partir de ese día, el día en que volví a nacer, yo lo llamo, empecé a hablarle a todo dios como me daba la real gana, a decir lo primero que se me pasaba por la cabeza, básicamente a ser más sincero que un dolor de huevos. Alguna gente empezó a tenerme por eso, por un tocacojones de enciclopedia porque a la gente seamos francos, le asusta lo real, le asustan las personas que viven de verdad. A mí antes en mi universo de anacoreta warhammeriano también me daban miedo, prefería encerrarme tardes y tardes en mis castillos de figuritas que atreverme a vivir una sola hora de mi vida de verdad. Ahora todo es distinto. Doy mi opinión y a mucha honra y a quien le guste, estupendo, a quien no, aire.
De esto ya hace un año y mis padres me han obligado a ir al psicólogo para tratar mi exceso de espontaneidad o mi carencia de pelos en la lengua, como quieran llamarlo. Voy una vez por semana, es un tío cuarentón y majete con quien hablo de mis movidas y que se ríe cuando le hago algún comentario acerca de su vestimenta. Su estilo podría ser descrito como dandy payasil, porque va muy señoritingo y muy puesto él, pero le pierden los colores estridentes como de anuncio de lejía, los zapatones tamaño barco y las corbatas anchas que parecen lenguas de jirafa. Creo que le ha cogido gustillo a que le saque punta a su atuendo y cada vez toma decisiones de armario más radicales. Allá él. Quizás lo haga para ver si un día me calmo y no le digo nada. Quizás le tome el pelo en la próxima sesión y finja que lo que lleva puesto me la trae al pairo. Quién sabe. El mundo está lleno de opciones y todas pueden ser tan divertidas.
A veces me paro a pensar en que qué peculiar es la vida, ¿no les parece?, very peculiar, como dice mi profesora de inglés, quien también como la enfermera está como un tren y a quien por supuesto también se lo he hecho saber recientemente. Y digo que es peculiar porque ahora están muy de moda todas las filosofías orientales, a mi hermana por ejemplo no se le cae de la boca lo del karma, siempre encuentra una buena razón para hablar del tema. Pienso en esto, en que qué me pasó en otra vida para que en esta me haya tocado experimentar los sentimientos que tenía entonces y los sentimientos que tengo ahora; quizás tuviera un gemelo o algo así, vayan ustedes a saber. Karma, destino, plan de Dios, el caso es que a mí me ha tocado vivir dos vidas en una, conocer lo que es ser dos personas bien distintas, y entre nosotros, se lo digo a ustedes, enrolla cantidad.
Marta de la Fuente Soler (Bilbao, 1990) escritora de cine y literatura, ha publicado también artículos en la revista de moda masculina Risbel, así como un libro de relatos, Historias de una generación, bajo el seudónimo de China Iturriko.
Apasionada de los viajes, su gran fuente de inspiración, ha vivido en varios países hasta que a inicios de 2018 se afincó en Londres para desarrollar su carrera en el cine como actriz, guionista y productora.
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