Scarlett y yo. Por Carlos Castro
Hoy se ha roto mi taza favorita. La he roto yo, quiero decir, sacándola del microondas
con demasiada prisa por tomarme un café con leche. Creo que se me ha escapado un lento «¡NOOO!». El café caía en cascada de la encimera, y las manos me temblaban mientras sujetaba un asa rota. Lo he puesto todo perdido.
Lo de mi taza favorita era algo reciente, un amor nuevo y feliz, fraguado en días larguísimos sin salir de casa, tan solo acompañado por un té caliente o un café con leche espumoso. Un día entero puede resumirse en los líquidos que vertemos dentro de nuestros vasos, a saber: leche, agua, Pepsi, café, té, cerveza e infusión, por ese orden. Todo ello yo lo tomaba en mi taza favorita.
Era una taza que mi madre me había traído de Cadaqués, donde había ido a pasar unos días de camping. Dije gracias, pero al principio pensé que era una taza bastante hortera. La cerámica (me doy cuenta de mi falta de léxico anatómico de una taza: ¡qué poco nos conocíamos, en realidad!) expone una aproximación casi caricaturizada de Salvador Dalí, con su bigotillo y sus ojos saltones; una cara gigante, como una deidad primitiva. De fondo, unas barcas de Cadaqués flotando sobre la ensenada azul de Cadaqués y las blancas casitas encaladas de Cadaqués. Arriba de todo ponía: «Cadaqués». Un típico souvenir, en fin, uno de tantos que seguramente algún artistastro ha pintado a mano para colocar en los bolsillos de tanto turista despistado y dócil. Por motivos poco o nada enrevesados, aquella taza acabó en mi cocina.
Un día, uno abre el armario y lo observa con ojos nuevos. De pronto ve una prenda desconocida, casi olvidada, y decide rescatarla para una segunda oportunidad. Es así como se tejen auténticas relaciones sentimentales entre personas y objetos, relaciones más fuertes y duraderas que algunas amistades. Tengo un horrible bañador azul con estampado de flores que me ha visto crecer, por ejemplo, y soy incapaz de ver una película en el sofá sin mi magnífica manta de leopardo, aunque esté llena de pelos. Con la taza de Cadaqués me estaba pasando algo parecido. Nos estábamos empezando a enamorar. Yo pensaba que iba para largo, que duraríamos. Si alguien bebía de mi taza, para mí era como si un extraño besara a mi madre. Era mi taza y de nadie más. Tenía sueños donde me veía a mí de mayor, sentado en un porche y sorbiendo una Pepsi Light de mi estupenda taza de Cadaqués. Las personas irían y vendrían de mi vida, pero mi taza había llegado para quedarse.
Cómo podía imaginar que mis manos nerviosas me fallarían al salir del microondas. De golpe y porrazo, la taza se ha hecho añicos y, con ella, nuestro futuro juntos. Mi primer instinto ha sido ponerle SuperGlue, pero ya en frío la sola idea me ha parecido una cutrez. He pensado en el patetismo de aquellos que se agarran a la juventud como a un poste de la luz, y no la dejan marchar nunca. Aquellos que ante la tragedia prefieren vendarse los ojos, y que son los mismos que cuando estalla una guerra en su país siguen bajando a por el pan, como si nada. Todos esos arrastrados que piden volver a una ex. Los que prorrumpen en llanto en los funerales y los que hacen demasiadas fotos de sus hijos. Y junto a todos ellos la imagen de mi taza, mi estupenda taza, mi taza favorita, rota y reconstruida, aguantando el tipo milagrosamente, humillada en realidad, en esa nueva y miserable vida, destino inmerecido, mientras unas gotas de agua se filtran por sus grietas ancianas camino al suelo. No.
Ahora mismo, colgados de una bolsa de plástico en la cocina, están los restos de mi taza favorita, o de lo que algún día fue mi taza favorita. No me atrevo ni a mirar. Cadaqués está desolado; las barcas, hundidas; el mar, partido en dos o en tres. El rostro de Dalí es un tótem desfigurado, la mirada perdida, como quien pide explicaciones. Espero que, con el tiempo, sepa perdonarme.
Esta mañana, horas antes de que nada de esto ocurriera, soñaba que Scarlett Johansson y yo coincidíamos en un hotel. Scarlett Johansson y yo coqueteando sofisticadamente, hablando con ingenio y fina ironía, Scarlett y yo bañándonos juntos en la piscina del resort. Sabíamos mantener las distancias, Scarlett y yo. Era nuestro Lost in Translation. Ella no me quitaba los ojos de encima, yo lo notaba. Al final del sueño, estábamos los dos en su habitación. Scarlett, en silencio, sin dejar de mirarme, se quitaba poco a poco la blusa. En ese momento, como una punzada en el alma, me han despertado los arañazos del gato de mi novia, mordisqueándome los pies. He salido de la cama sobresaltado. Aquí he notado que algo malo iba a pasar.
Carlos Castro nace en Barcelona, en el verano de 1992, un día antes de que el Dream Team se haga con el oro olímpico. Veintiocho años y algunos talleres literarios después, todavía no se ha sacudido de encima la persistente sensación de que todo lo bueno ocurrirá mañana.
Graduado en Publicidad y Relaciones Públicas por la Universitat Pompeu Fabra, ha trabajado como redactor y director creativo en agencias de publicidad.
Entusiasta de la partidas de Anatoli Kárpov y de los primeros discos de Manel, los buenos.