ActualidadEnsayos

Punto límite cero. Por Daniel Gascó

Rubber, 2010

El caos nunca navegará libre en un universo fílmico cargado de sentido. Tomemos como ejemplo un film notable de Quentin Dupieux, esa historia de una rueda homicida que es todo un elogio al nonsense. Al principio de Rubber (2010), un policía sale de un maletero y nos cuenta algunas incongruencias que sostienen grandes películas. Si no hay razón para que el talentoso pianista de Polanski se esconda, si nadie explica por qué el extraterrestre de E.T. (1982) es marrón o los protagonistas de Love Story (1970) se han enamorado locamente, ¿por qué habría que justificar el film que seguidamente van a presenciar? Bastante tiene el cine con su rigidez material. Cuando el protagonista de Mommy (2014) expande los límites del encuadre sentimos un soplo de libertad, pero también atenta contra la forma de un arte condenado a escoger un determinado formato. En el cine cada fase de elaboración sirve para ordenar y corregir el caos. Federico Fellini que, como los maestros del cine mudo daba indicaciones durante el rodaje, lamentaba ese proceso en que se limpia la banda sonora, cuando se eliminan todos los sonidos emitidos durante la gestación, borrando los signos de vida antes de domesticar la obra y someterla a la fase de doblaje. Por ese motivo, no resulta extraño que Andrei Tarkovski aparezca feliz en el documental Directed by Andrei Tarkovsky (1988) mientras  la dirección artística está repartiendo suciedad y basura para vestir un callejón. “Hay algo genuino”, afirma satisfecho el cineasta ruso ante el escenario de la que será una secuencia apocalíptica.

The invention of lying, 2009

A veces, el caos se produce en la propia sala, no se reduce a ser el elemento decisivo de algún film también puede formar parte de la propia visión. ¿Qué espectador no ha soñado despierto o ha confundido tramas y personajes durante el clásico maratón? Después de muchas horas de cine, el caos se instala en la mente del espectador provocándole una visión desordenada. En Mabel’s Dramatic Career (1913) un rudo campesino asiste al pase de una película protagonizada por la chica de pueblo que años atrás abandonó y por defenderla del villano se lía a tiros con la pantalla. El filósofo Karl Popper apuntaba esa confusión cuando decía que en la vida estábamos como en el cine, contemplando una película en la que ignoramos quién va a matar o morir pero el director sí lo sabe, pues la película ya ha sido filmada. Ese determinismo y falta de aleatoriedad afecta a la protagonista de Santa Maradona (2000) que confiesa tener problemas de concentración viendo cine y por eso mismo no frecuenta las salas, por su tendencia a perder el hilo argumental asaltada por cuestiones surrealistas. ¿Qué pasaría si el actor que veo en pantalla se metiera en una sala a ver una de sus películas? Por ejemplo, ¿sabe el protagonista de Grease (1978) que el año anterior había estrenado Saturday Night Fever? ¿Por qué en el universo de las películas no hay una conciencia de la historia del cine?

Cold Souls, 2009

Abandonemos por tanto esa idea metacinematográfica y pasemos al siguiente ejercicio: desnudaos, dejad de ser un nudo de redes. Desconectad Internet, el móvil, la tele y durante unos instantes… cerrad los ojos. Imaginad una vida idílica en la que palabras como tortura, sufrimiento, desidia o congoja carezcan de sentido. Pensad en un mundo ordenado donde todo ha encontrado su sitio y preguntaos: ¿Hasta qué punto sería soportable? O dicho en términos audiovisuales, ¿seguiría siendo filmable?

El equilibrio perfecto es una idea ajena al cine. Eso que parece plantearnos Agnès Vardà en Le Bonheur (La felicidad, 1965) justo antes de sumergirnos en el horror. Mientras el deseo, la belleza y la juventud iluminan la pantalla, uno cuestiona la duración de esa quimera, qué sentido tendrá ese admirable castillo de naipes que exhibe Vardà si nunca se derrumba. Lo mismo podríamos pensar de la protagonista de Happiness (2007) si abriera esa caja que le aseguran que contiene felicidad. Sin ese temblor que experimenta, esa duda razonable, la película probablemente no se sostendría. Porque, ¿es concebible un cine sin problemas? La autora de este corto, Sophie Barthes, parece llevar más lejos dicha indagación en su primer largometraje. Cold Souls (2009) es un juego de espejos donde Paul Giamatti, que hace de sí mismo, atraviesa el umbral de una empresa que promete solucionar todos los problemas. Parece ser, le cuentan, que el quid de cualquier cuestión, el origen de todos nuestros conflictos existenciales, reside en que nos habita un alma y, por tanto, deberíamos extirparla. A la cineasta francesa se le ocurrió esta historia cuando cuatro años atrás  soñaba que se la extraía a Woody Allen y ésta tenía forma de guisante, una legumbre que a su modo remite a las vainas de ese film imperecedero de Donald Siegel llamado Invasion of the body snatchers (La invasión de los ladrones de cuerpos, 1956). El futuro que marcaba aquel film era el de un paisaje humano homogéneo, de pensamiento único y nulas preocupaciones. Y el mundo será uno… como cantaba John Lennon en Imagine, pero en su clave más terrorífica.

Pongamos pues este riguroso orden del revés. El caos resulta esencial para el cine, tanto como el alma, es el principio que activa todas las historias, como un big bang. En el documental The Magic of Fellini (2002) se cuenta que una vez el cineasta encontró a su nuevo equipo muy silencioso, esperándole el primer día de rodaje. “¿Qué les pasa?”, preguntó. “Es por respeto a usted, maestro”.  Y acto seguido los despidió a todos. Para determinados autores, el desorden llega a ser una fuente inagotable de inspiración. Por ejemplo, Luis García Berlanga construía sus planos secuencia en un ambiente sigiloso ya que exigían una gran concentración. Sin embargo, no tenía nada que ver con la preparación de cada proyecto, pues urdía los guiones en medio de un gran barullo, tomando la cafetería del Corte Inglés como oficina.

The naked civil servant, 1975

El caos no es inmanente ni único, se recicla con cada nuevo orden social. En estos tiempos virulentos parece campar en todas partes. Actualmente convenimos que allí donde vibran los gérmenes, en esos rincones no ozonificados donde la naturaleza salvaje se expande y el polvo se acumula. Queda muy remota aquella secuencia de The Naked Civil Servant (El funcionario desnudo, 1975) en la que Quentin  Crisp, encarnado por John Hurt, afirma como excusa para no limpiar que la mugre tiene su límite, que llegado un momento se estanca. Una teoría que contrasta con todo ese cine que viene produciéndose desde que arrancó la segunda década de este siglo, concebido en condiciones extremadamente higiénicas, todo un protocolo de seguridad que genera una pulcritud que salpica muchas imágenes. Hoy en día todo lo que transcurre alrededor del encuadre viene envuelto en una burbuja impoluta, es el precio que hay que pagar para barrer las huellas de una crisis sanitaria. Porque puestos a plegarse a los signos de este tiempo, ¿cómo iba a ofrecer el placer de la desconexión un cine interpretado con mascarilla? ¿Qué capacidad expresiva y de seducción dejaría a sus intérpretes? Como ocurre en tiempos de guerra, hoy en día acudimos al cine a maravillarnos, ansiamos un argumento potente que nos haga olvidar el momento presente, contemplamos rostros oxigenados que se expresan plenamente mientras disfrutan de una experiencia física liberadora. No es momento de un cine que refleje este tiempo o renuncie a su potencial de fantasía e imaginación. En The invention of the lying (Increíble pero falso, 2009) Ricky Gervais y Matthew Robinson ya se preguntaron cómo sería el cine en un mundo que desconoce la mentira. Y la respuesta no podía ser más contundente: insufrible. Decir la verdad nos obliga a una descripción prosaica, científica y llana, es la muerte del espectáculo. Mintamos pues en busca de una realidad que trascienda pese a ser utópica. Sin dejar de estar al orden del día, Maria Schrader describe en Ich bin dein mensch (El hombre perfecto, 2021), un futuro idílico creado tras procesar todos esos bancos de información que hemos ido segregando en nuestra actividad internauta. En tiempos de algoritmo, una empresa parece ofrecer una solución definitiva y, lo más asombroso, personalizada para cada cliente. Si el ser humano es errático por naturaleza, tenemos tu prototipo ideal, alguien que compartirá todas tus respuestas, que colmará tus deseos. Esa solución que seguramente conduzca a un mundo feliz y acrítico, cegado por esa nueva dulzura de vivir tremendamente adictiva. Un chute de perfección inadmisible para el cine, pues no solo arrasaría con todas las tramas, significaría también el fin de la poesía, la novela, el teatro…

Ich bin dein mensch, 2021
Hacia las alturas, 1933

Pero antes de rozar ese punto terminal en el que todo concluye, ¿cuál sería nuestra tendencia natural, dirigirnos  hacia un cierto orden o abismarnos en el caos? ¿Cómo ha narrado el cine ese movimiento definitivo que precede al fin? Lady Cynthia Darrington, esa intrépida aviadora que interpreta Katharine Hepburn en Christopher Strong (Hacia las alturas, 1933) afirmaba que la muerte no es nada, es el punto límite cero de nuestras vidas, tan frágil como la delgada línea que Philippe Petit atraviesa en Man on wire (2008), esa cuerda que el equilibrista tiende entre dos pilares míticos que dejarían de existir. De manera inesperada, Eros y Tanatos concurren en The thing called love (Esa cosa llamada amor, 1993), cuando Samantha Mathis está a punto de tenderse por primera vez sobre el cuerpo de River Phoenix y de pronto le recita unos versos de Robert Graves: “Asegurado por ese destello de inmortalidad que sorprendería en cualquier otro par de ojos”. “Conozco ese poema” le dice River, quien moriría aquel mismo año con 23 en circunstancias que nunca se aclararon. Basta (re)leer los dos volúmenes que Kenneth Anger dedica al  Hollywood Babilonia, para hallar un buen número de  imágenes terminales que preludiaban una muerte, de una lógica tan aplastante que debiéramos evitar. Sumerjámonos, por tanto, en el caos, acojamos de buen grado un cierto desequilibrio, aunque sólo sea para asegurar que el círculo no se complete y que la obra resultante quede abierta en canal, dejándonos la ilusión de un espectáculo que prosigue en nuestras cabezas más allá de cualquier fin.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *