Naciones Unidas. Un relato de Eduardo Viladés

–Buenas tardes y bienvenidos al concurso más novedoso de la televisión, Naciones Unidas. Tres participantes de tres países distintos se someterán a diferentes pruebas para valorar si realmente los tópicos se cumplen y comprobar cómo se comportan fuera de su entorno natural. ¡Lo nunca visto en un plató de televisión!
Mi padre había conseguido invitaciones para acudir de público a este programa de televisión. No me apetecía lo más mínimo. En mi casa ni siquiera tenía televisor. Yo trabajaba de ingeniero molecular en la sede de la NASA en Villahermosa (Ciudad Real, España), con lo que los cotilleos y la actual sociedad de la información que aliena a los ciudadanos para convertirles en ganado me parecía algo terrible y deleznable.
Naciones Unidas era un despropósito que estaba triunfando en un canal de pago. Mi padre trabajaba de celador en un hospital y conocía a uno de los gerifaltes del programa, quien acudía una vez a la semana a ver a su querida, hematóloga en la planta de mi progenitor y experta en la erradicación del ébola y el resfriado común en los Países del Este. Aunque el ejecutivo tenía fama de desagradable, se llevaba bien con mi padre, quien reía sus gracias y vigilaba la puerta del despacho de la médico mientras estaban retozándose para avisarles si aparecía el jefe de servicio. En señal de gratitud, el ejecutivo le había premiado con dos invitaciones y una cena con Mila Ximénez. Mi padre, en su línea, me había dejado colgado media hora antes de acudir al plató.
En el show de hoy, que pensaban emitirlo dentro de tres meses, aunque pretendían que fuese un falso directo, habían acudido al estudio Anne Marie, Giovanni y Jennifer, una francesa de unos 55 años, un italiano de mediana edad y una chica inglesa joven. Seríamos más de 60 personas de público, sentados alrededor de un plató de tonos rosas con tres mesas y una gran pantalla LED en la que se mostraba el día a día de Anne Marie recogiendo a sus sobrinos, cenando en el Ritz, comprando caviar, con su marido tomando ostras en la terraza, en su chalet de Grenoble disfrutando de un espectáculo de fuegos artificiales y en su mansión de las Seychelles.
–Anne Marie Permentier vive en el centro de París en un ático de 300 metros cuadrados con cinco baños…
–No, no, Monsieur, disculpe, con siete.
–Con siete –recalca el presentador–. Apasionada del arte y la cultura, su marido, Pierre, es uno de los principales empresarios franceses, propietario de una cadena de grandes almacenes, concesionarios de coches y una editorial de libros de antigüedades. A Anne Marie le gusta vivir bien, con estilo, aunque ella misma asegura que es de la calle y que le place sentirse cercana al vulgo. Gracias por venir, Anne Marie.
Del mismo modo que se había visto en la pantalla gigante la información referente a la francesa, un fogonazo nos avisó del comienzo del anuncio promocional de Giovanni Rezoli, al que pudimos ver fregando el baño en su casa, duchándose, echando a turistas del Vaticano con el sable de la Guardia Suiza y con los dedos llenos de grasa después de haber cocinado, infructuosamente, una pizza Quattro Stagioni.
Giovanni Rezoli prestaba sus servicios en el Vaticano desde hacía varios años. Casado y con dos hijos, en su Nápoles natal trabajaba de mozo de almacén. Al conocer a Manuela, se trasladó a Roma. Su mujer era la ex novia del responsable de contratación de los guardias suizos de la Santa Sede y consiguió, tras unas duras pruebas en los bajos de San Pedro, que le diesen el empleo a Giovanni.
El personaje más curioso era Jennifer. En la pantalla se la pudo ver en casa de su tía, con quien vivía, y con varias de sus compañeras de profesión. Jennifer Stevenson era trabajadora del sexo en las afueras de Leeds, en Reino Unido. Desde pequeña, lo había tenido claro: quería ser prostituta. Para ella, era algo vocacional y aunaba su inclinación altruista con su ninfomanía innata. En ese aspecto, me sentía muy identificado con ella y la envidiaba profundamente. Pero la existencia escoge inescrutables senderos para cada uno y para mí había elegido la ingeniería molecular, relegando la concupiscencia que latía en mi interior a un segundo plano.
En los intermedios de publicidad, el presentador, una loca entrada en carnes mal operada con exceso de bótox, abofeteaba a los que parecían ser sus secretarios, unos perritos falderos que le doraban la píldora. Asimismo, insultaba a los tres concursantes con frases en inglés, italiano y francés aprendidas diez minutos antes y se movía de izquierda a derecha del plató como si estuviese poseído diciendo en voz alta “¡Soy lo máximo!”.
¿Todo esto es legal?, me preguntaba.
–La primera prueba es muy sencilla. A partir de dos frases que forman el comienzo de un diálogo entre dos personas, tienen que crear una pequeña historia. Capisci, Giovanni? Empezamos.
»Un hombre pregunta a una mujer: ¿Me das tu mano?
»A lo que ella le responde: ¿A dónde vamos?
»Jennifer, dear, comienza tú. ¿Qué respondería el hombre?
–A prostituirte, necesito dinero.
–Anne Marie, si vous plâit.
–A enseñarte el amor hondo y profundo que nace en mis entrañas.
–Giovanni, prego.
–Yo no entiendo estos juegos, qué chorrada, ¿te crees que yo voy a decir a una chica que me de su mano así sin más, sin ningún motivo? Es que es absurdo, paso. Además, ¿a qué mujer? Tú estás tonto, curro en el Vaticano, ¿a qué tía quieres que le diga que me de la mano? ¡El Vaticano, colega! No hay mujeres. Menuda gilipollez de pregunta.
–Está claro que el Vaticano y Berlusconi han destrozado Italia –responde el presentador, quien recibe una descarga eléctrica por haber mencionado el nombre de Silvio en vano–. Estupendo Giovanni, así está bien.
Cada vez que cambiaban de sección nos envolvía una ráfaga enlatada capaz de destrozar el tímpano a cualquiera. Mi padre me había comentado que me premiarían con 30 euros y un bocata de lomo ibérico. Al parecer, según anunciaron por megafonía, el dinero nos lo darían en vales descuento para unos grandes almacenes de las afueras y el bocadillo fue de chóped de marca blanca. Me sentó bastante mal porque era el único motivo por el que me había dejado engatusar por mi padre. El pobre hombre no rige y me saca de quicio con sus historias del hospital. Vive en una realidad paralela y dice a todo el mundo que es médico, cuando es celador y de los malos. Tampoco le culpo. Yo soy ingeniero y tengo vocación de puta. Quizá si lo verbalizara, como hace mi padre, otro gallo me cantaría.
–Pasamos a nuestra siguiente fase: el chiste del día. Hoy tiene que guardar relación con los tópicos entre los británicos y los españoles.
–Jennifer, seguramente en Reino Unido haya bastantes chistes relacionados con españoles. Cuéntenos alguno.
–Van un español y un inglés en un barco. En una terrible tormenta se cae el inglés al agua y le dice el inglés al español: “Help! Help!”. El español le mira y le responde: Lo siento, pero gel no tengo.
–Perfect, Jenni!
–A mí no me llame Jenni que este nombre solo lo consiento cuando trabajo.
–Bueno, Jenni, en cierto sentido estás trabajando. Puedes ganar mucho dinerito en este concurso. Think about it!
–¿Se la estoy chupando?
–No.
–Pues entonces no estoy trabajando.
Jennifer, la prostituta de Leeds, se puso a repartir tarjetas de visita entre el público en uno de los intermedios. Me llamaba la atención porque vestía de modo muy recatado, quizá lo hacía con mentalidad de negocio para suscitar en sus clientes justo lo contrario que su traje transmitía.
Psicología bidireccional, pensé.
–Giovanni, para ti quizá es un poco más difícil al ser italiano, ya que la Iglesia os ha comido la cabeza y agilipollado, pero haz un esfuerzo y trata de innovar con nuestro chiste del día.
–Se encuentra un inglés con un campesino español en medio de Castilla y le pregunta “Do you speak English?” “¿Cómo dice usted?”, le contesta el jornalero palentino. “Do you speak English?”, vuelve a preguntar el inglés. “¡No le entiendo!”, responde el español a punto de reventar la cabeza al inglés con la azada. “Le pregunto que si habla usted inglés”, dice ofuscado el londinense. “¡Ah sí, perfectamente!”, responde el campesino.
–Anne Marie, cuando quiera.
–Usted me perdonará, pero a mí no me gustan los chistes, me parecen de lo más vulgar y ordinario, y menos los que tienen como protagonistas a los españoles, raza inferior, y a los ingleses, nación venida a menos.
–Mira la pija ésta lo que dice –le espeta Jennifer–. ¡Que te jodan!
En ese preciso instante Jennifer se acercó a Anne Marie y le quitó la peluca. Todo el público, al unísono, lanzó un sonoro “argggg” al ver la cabeza sin pelo de la francesa. Al mismo tiempo, en la pantalla gigante apareció un “horreur” como el que se ve en los bocadillos de las revistas de cotilleos cuando Britney Spears acude con las axilas sin depilar a una fiesta.
La cabeza de Anne Marie parecía una bola de billar roída. Ambas se enzarzaron en una pelea, momento que la dirección del programa aprovechó para mandar dos cámaras más al plató y amenizar la pelea con una cantinela musical de batalla campal e imágenes de un duelo a caballo de la versión de “Ivanhoe” protagonizada por Liz Taylor.
Giovanni, mientras tanto, estaba sentado en el suelo comiendo un trozo de pizza. Yo viví bastantes años en Italia, un país maravilloso pero absolutamente “indietro”, como dirían ellos, en materia sexual. La doble moral me enervaba, hombres que ansiaban comerse un buen manubrio pero que juraban y perjuraban que eran heterosexuales. Lo curioso es que te decían que eran heterosexuales precisamente cuando tenían la boca llena. Decenas de casados, con hijos y familias aparentemente estables, que llevaban una doble vida engañando a sus mujeres y a sí mismos.
Recuerdo que uno de mis novios italiano era muy parecido a Giovanni, alto, fornido y con cara de gerente de una cárcel de máxima seguridad de Iowa. ¿Cómo se llamaba? Mi padre no es el único que no rige, empiezo a preocuparme.
Siempre me han gustado los hombres muy masculinos con cara de burros, de ahí que no entienda cierto concepto de homosexualidad que vende a una persona amanerada vestida con bata de boatiné, tacones y cantando Women in love de Barbra Streisand.
Que conste que amo a Barbra, pero canto sus canciones sin tacones.
Mi novio transalpino tenía 50 años y nadie de su familia, ni siquiera su mejor amiga, sabía que era homosexual. Me daba muchísima pena y no entendía cómo sus amigos más cercanos no supiesen algo tan sumamente natural como sus preferencias sexuales. Él se engañaba diciendo que era su vida privada, teoría con la que yo no estaba de acuerdo porque escondía un miedo a aceptarse a sí mismo más que evidente. Le abandoné porque, aunque yo no soy de agarrar a mi pareja por la calle ni dar muestras de afecto desmedido fuera del lecho conyugal o el cuarto oscuro, no tolero que alguien se avergüence de mí o me esconda como si estuviese contaminado.
–No puedo aguantar más tiempo con esta presión, qué bochorno, estoy hipoglucémica –dice Anne Marie.
–¿Qué has dicho? ¡Pero qué mal rollo que das! –responde Jennifer.
–Aprende a escuchar, bonita, que eres una chabacana. ¿Te crees graciosa, verdad? Los ingleses tenéis un gran sentido del humor. Tan grande que, de hecho, os reís tres veces cada vez que os cuentan algo gracioso. La primera vez, al oírlo. ¡Falsos! La segunda, cuando os lo explican. ¡Pavos! Y la tercera, cuando lo entendéis al cabo de las tres horas. ¡Lerdos!
–¿Qué?
–Señoras, que las aguas vuelvan a su cauce. Después, tranquilamente, se sacuden fuera del plató –subraya el presentador, que sigue con el programa–. Francia, Italia y Reino Unido son tres maravillosos lugares llenos de arte, cultura e historia. Vivir en esos entornos privilegiados habrá hecho que nuestros concursantes hayan sentido experiencias profundas a lo largo de sus vidas –una nueva ráfaga sacude el plató–. Bienvenidos a la sección “momento profundo”. Cuenten algo que les haya marcado por dentro y por fuera, una historia que sin duda repetirán hasta la saciedad cuando hablen con sus nietos al calor de la chimenea. Anne Marie, por favor, comience usted.
La edad de Anne Marie era indefinida. Podía decirte perfectamente que tenía 45 años y pensarías que la vida le había tratado mal o 60 y daría la sensación de que se había operado demasiadas veces, al estilo de Betty Missiego, María Dolores Pradera, que en paz descanse, o Ana Blanco. Su mirada era aburrida e insípida, aquello que en un café de cinco minutos ya te ha contado toda su vida y encima le sobra tiempo.
En la enumeración anterior acabo de percatarme de que me he dejado a Jordi Hurtado. Las malas lenguas dicen que es un holograma y que el verdadero murió hace lustros.
–Recuerdo que hace unos años me fui a las misiones a Guinea Bissau. Desde mi más tierna infancia, me llenaba de orgullo estar rodeada de los más necesitados, era una experiencia cercana al éxtasis que me obnubilaba por completo. En la parroquia de mi selecto barrio en el centro de París siempre me animaron a entregarme a los demás y deleitarme con el placer de dar amor y bondad.
–¡Que te follen!
–Jennifer, please! Anne Marie, por favor, haz como que la inglesa no existe y prosigue.
–Bajar con Yanira y Mombo al río Zambeze y contemplar esos atardeceres llenos de matices, con el color del ocaso africano invadiendo mi ser y escuchando a lo lejos cómo copulaban las jirafas y los cocodrilos hacía que diese gracias a Dios por existir.
–Joder tronca, un buen rabo es lo que te hacía falta.
–Miss Jennifer, si emplea de nuevo ese lenguaje, nos veremos obligados a expulsarla.
–¡Tócame el coño!
–¡Miss Jennifer! Siga, Anne Marie, haga el favor.
–Merci. De todos modos, debo admitir con cierto grado de vergüenza y al borde del rubor que uno de los momentos mejores del día lo experimentaba por la noche. El padre Guzmán, para evitar enfermedades y que la mosca tse-tse campara a sus anchas en el campamento, obligaba a todos los miembros del mismo a ducharse con hinojo hervido antes de comer. El hechicero de la tribu estaba obsesionado con el hinojo y con el semen de elefante porque aseguraba que los dioses vivían en esos dos elementos. Recoger semen de elefante era un horror porque esos animales son muy rancios y fornican de pascuas a ramos y encima de noche y en lugares inaccesibles. Imagínese a mí con Mombo y Yanira a las cuatro de la mañana espantando a la elefanta con ramas de abedul. Nos poníamos justo debajo de ella cuando tenía la verga del elefante dentro. Dos de nosotros dábamos golpes en la pelvis de la elefanta con la rama de abedul y el otro sostenía una especie de tupperware de esos que te llenan de lentejas las madres. Pero claro, lo suyo en nuestro caso era llenarlo de semen de elefante. Horroroso y peligroso, de verdad, qué estrés, pues la elefanta ya os podéis figurar cómo se ponía. Muy irritada. A ver, si yo estoy con Pierre, mi marido, en nuestro ático de súper lujo de Paris y cuando está a punto de llenarme entra alguien y me desenrosca, pues qué quieres que te diga, también me enfadaría- Anne Marie se emociona al recordar a su esposo-. Me he ido por la tangente, mon dieu. ¿De qué estaba hablando? El hechicero, el hinojo y las duchas. Dios, qué cuerpos, qué traseros, que espaldas. Viva l’Afrique! Yo, que en la juventud había trabajado en la Sección Femenina de De Gaulle a las afueras de Tours, tenía conocimientos de enfermería y cuando los negritos salían de la ducha les inspeccionaba…
–¡Pero qué guarra eres!
–Jennifer, please!
–…como decía, les inspeccionaba las extremidades inferiores para que no tuviesen rozaduras y evitar el pie de atleta, les curaba alguna picadura de serpiente o mordedura de ñu, lo típico de la selva, qué les voy a contar…
–Y de paso les aplicabas un ungüento en la verga, que las francesas sois así, mucho Chanel y mucha mierda y andáis sin bragas por la calle a ver quién cae. ¡Yo al menos cobro y voy tapada!
–Jenni, please, stop it! Estupendo, Anne Marie, nos quedamos con esta maravillosa experiencia que vivió en la sabana africana, llena de recuerdos que le acompañarán el resto de su vida
Hay que reconocer que no estaba pasándolo mal durante la grabación del programa. Llevaba más de seis horas sentado, pero era entretenido. Se habían estirado y nos habían dado dos bocadillos, el de chóped del contrato y otro de mortadela. Me moría de ganas de volver a la sede de la NASA en Villahermosa para contar a mis compañeros la experiencia. En la NASA trabajamos mucho, demasiado, nos explotan, con esto de que es una empresa americana en suelo español, aplican unas leyes extrañísimas que se reducen a trabajar 364 días al año 19 horas diarias. De hecho, hoy era mi día libre.
Vivir en Villahermosa era toda una experiencia para mí. Apenas podía disfrutar del pueblo porque estaba todo el día encerrado en el sótano de mi departamento, pero saber que se trataba de la localidad más bonita de Castilla-La Mancha me llenaba de orgullo, al menos internamente.
Incluso comenté ese detalle a mis jefes de la sede de la NASA en Cabo Cañaveral (Florida, Estados Unidos), quienes estaban intentando organizar un viaje especial estilo Bienvenido Mister Marshall desde Orlando hasta la localidad castellano manchega. Todo sea por dejar divisas en Villahermosa y remodelar algunos edificios históricos.
De todos modos, la Administración Trump era bastante reticente con este tipo de gastos en particular y con la amplitud de miras en general, con lo que no estaba claro que se hiciese realidad.
¿Cantos gregorianos por el hilo musical del plató? Será porque Giovanni es el próximo en narrar su “momento profundo”.
–Giovanni, caro, para que el público le conozca un poco mejor, cuéntenos alguna experiencia que haya marcado su interior, de esas que le han hecho ser mejor persona y caminar por el terreno justo.
–Certo! Una vez estuve encerrado en el Vaticano más de dos días con mis compañeros de la Guardia Suiza y tres cardenales. Los curas se habían reunido en la Capilla Sixtina para elegir al nuevo Papa. Menos mal que pasa una vez cada mucho tiempo porque es un coñazo. Tardan cien años en sacar la fumata blanca y aquí tenemos que estar nosotros, de pie más de 24 horas y encima sin cobrar extra, que son súper ratas. ¿Te puedes creer que nos dan un trozo de pizza a las ocho de la mañana y después no comemos nada hasta las ocho de la tarde? Y el traje ese que nos ponen, rollo bufón de feria, pero muy sexy, también te digo, da un calor espantoso. En agosto es lo peor.
»Bueno, pues a uno de los cardenales le dio un retortijón en medio de la elección del Papa, menudo show; mamma mia, che figata! Como esa gente no puede ir sola a ningún sitio y son como las tías, que van 300 a maquillarse a la vez, salieron dos cardenales más, todos italianos. Mejor, qué quieres que te diga, que el Vaticano es como la ONU y yo me vuelvo loco para entenderlos. Que sí, que te hablan siempre de Dios y de sexo, tampoco hace falta ser Séneca para pillarles, pero a ver si me entiendes, la comodidad es la comodidad.
–Llevamos tres cardenales- dice el presentador.
–Dos de mis compis y yo acompañamos al cardenal que se estaba cagando y a los otros dos al baño, que estaba en el quinto coño de la Capilla Sixtina. Es que el Vaticano es muy grande, tampoco descubro América.
–Se respira una atmósfera de recogimiento y de paz interior que me turba y embelesa- apunta Anne-Marie.
–Ma che cazzo dici? Come siete i francesi! –asegura enfadado el transalpino–. El caso es que yo estaba en la puerta, en plan guardia jurado, con mis dos compis, uno a la izquierda y el otro a mi vera, y los cardenales enfrente. El del baño debía de haber comido diez kilos de kiwis porque no salía. De repente, uno de los cardenales se levanta la falda esa que llevan, rollo cancán, y cruza las piernas. Debía de tener 200 años. El otro gira la cabeza y me señala la puerta del baño humedeciéndose el labio, vamos, lo típico de cuando estás en un bar de ligue.
–Sí, no te jode, en un cuarto oscuro. ¡Pero si en Italia no tenéis bares de ligue!
–Jennifer, stop it!
–¡Pero si es cierto! Hace unos días mi sobrino estaba en una playa siciliana untándose bronceador por sus nalgas cuando…
–¡Respeta tu turno, Jennifer! Respect your turn, Jennifer! –dice el presentador–. Giovanni, prosigue.
–¿Por dónde iba? Ah, sí, yo me puse a mirar a mis dos compañeros con cara de circunstancias. La verdad es que el bocachancla que me indicaba la puerta del baño humedeciéndose el labio no estaba nada mal para ser cardenal. Era de los jóvenes, 75 años más o menos.
»Yo me lo pensé, lo típico que le miraba y en mi mente, a mil por hora, iba deshojando la margarita del “me lo tiro” o “no me lo tiro”. Estaba sudando. Si me pillan y me delatan mis compañeros o el cardenal del cancán, podría quedarme sin curro y tengo mujer e hijos.
–¡Pero, has visto cómo sois todos iguales con esa doble moral! ¡Estuviste a punto de trajinarte al cura, pero pensabas en tu mujer e hijos como simples daños colaterales!
–¡Jennifer, por favor, o te callas o te mandamos a Leeds! ¿Algo más que añadir, Giovanni? Qualcosa d’aggiungere, Giovanni?
–¡Flipo con la inglesa, que le sale la vena moralista! Vaffanculo! No, al final no hice nada. Bueno, como el cura que se cagaba tardaba mucho tiempo en salir, entré en el retrete para ver si estaba bien y me lo encontré apoyado en el lavabo leyendo Romanzo della vita de Santa Teresa de Jesús.
–Giovanni se refiere a la inmortal obra de nuestra monja más universal, Teresa de Jesús, Libro de la vida, cuyo contenido puede admirarse escultóricamente hablando en el conjunto conocido como El éxtasis de Santa Teresao Transverberación de Santa Teresa de Bernini realizado entre 1647 y 1651 con mármol de Carrara. Le ruego que continúe.
–Me dio pena. El pobre hombre estaba apoyado en el lavabo con los brazos alzados hacia el cielo. Bueno, hacia el techo, pero como hay tantas pelas en el Vaticano el techo del wáter es de Rafael o uno de esos y la verdad es que parece que estás mirando al mismo cielo porque impresiona. Yo le pregunté si se encontraba bien, no sé, como estaba cagándose pues chico, quizá estaría dando gracias a Santa Teresa porque había vaciado correctamente. Yo qué sé, como esta gente tiene sus ritos y todas esas historias y están siempre dando gracias a Dios por gilipolleces, pues vete tú a saber si cagan y también dan las gracias.
»Y va y empieza a meterme un rollo de los milagros de Santa Teresa que yo creía que me daba algo, que si levitaba, veía muertos, vaya, la mujer ésa era una especie de Rappel del siglo XVI. A mí me daba apuro cortarle porque es cardenal y tienen mucho poder, pero al final no pude más, le cogí el libro de la monja de buenas maneras y le invité a que saliese fuera.
–¿Qué pasó? –pregunta Anne Marie.
–Pues se fue la luz. ¿Cómo te quedas? Yo salí en plan balanza. En una mano tenía el libro de Tere, que pesaba un quintal, y en la otra al cardenal, que encima estiraba sus brazos para ver si podía coger el libro. ¡Un show! De repente, sin darnos ni siquiera tiempo a saludar a mis compañeros y a los otros cardenales, el del can-can y el que se humedecía los labios, se fueron los plomos.
»El Vaticano, en ese sentido, es como una cárcel de alta seguridad. Cuando hay un fallo eléctrico empiezan a bajar verjas y persianas como si estuvieses en medio de la Reserva Federal. Como los cardenales estaban reunidos eligiendo al Papa, el camarlengo se encontraba con ellos y solo él tenía la clave para restaurar la electricidad y desbloquear el sistema de seguridad.
»¡Dos días y medio estuvimos encerrados! Nos pasaban la comida en plan Sachsenhausen, por los recovecos que quedaban por las verjas. Al final, pues ya se lo figurarán, pasó de todo. En mitad de la noche, uno de los cardenales…
–Maravilloso, Giovanni. Es suficiente. Jennifer, cuando quiera.
Cuando era pequeño, solía comprarme ratones de gominolas en la tienda del hermano Benito. Echaba veneno por la boca y encerraba en la nave nodriza al compañero de turno que ese día, en el recreo, se había pedido el papel de Niña de las Estrellas. Yo era Diana. V ocupaba parte de los sábados por la tarde de mi infancia, a mediados de los ochenta. Una infancia que se encuadra en lo que Miguel Herrero, en su libro Revisitando los 80, denomina la edad dorada de la televisión en España.
Tantos recuerdos se agolpan en mi mente, recuerdos que se convierten en rabia cuando analizo la televisión de hoy en día y veo cómo se trata a los adolescentes y a los niños, cuando observo lo que programas como Naciones Unidas ha conseguido.
La irrupción de Mirian Díaz-Aroca y de Leticia Sabater destrozó a toda una generación, sin contar con la eterna estudiante Carmen Morales en Al salir de clase. Frases memorables como Soy Avería y aspiro a una alcaldía, ¡Viva el mal, viva el capital! o Me importa un vatio fueron reemplazadas por Hala tía, el támpax se me ha atascado y estamos en el insti o ¡A mediodía, alegría!
Reconozco que una Heidi encerrada en un reformatorio con una amiga paralítica, la señorita Rottenmeier, con más mala uva que Alexis Carrington, y Marco buscando a su madre por medio mundo no han ayudado a que la gente de mi época sea precisamente cuerda.
No olvidaré jamás esos viernes en los que mi madre iba a buscarme al colegio y yo la increpaba para que se diese prisa y llegar a casa lo antes posible. Eran las seis de la tarde y apenas nos quedaban tres horas para cenar, darse una ducha y sentarse enfrente de la televisión para ver el 1,2,3 con Mayra Gómez-Kemp.
El día que mi madre me castigaba sin ver el programa –lo hizo solo un par de veces, que yo era muy bueno- era peor que el Apocalipsis; llantos y crujir de dientes invadían mi casa al no poder ver a Mayra ni disfrutar, al término del programa, de Historias para no dormir, con Narciso Ibáñez Serrador.
Afortunadamente, los niños olvidan los malos ratos en un santiamén y, aunque hubiese habido un rapapolvo de por medio, los sábados por la mañana me levantaba más feliz que unas castañuelas dispuesto a disfrutar de La bola de cristal.
“Un oasis en medio del desierto”. De este modo define Lolo Rico, directora del espacio durante sus casi cinco años de andadura, lo que significó para la historia de la televisión en España.
La familia Monster, Embrujada, La pandilla, Alaska, los gags de Pedro Reyes y Pablo Carbonell, los éxitos de Kiko Veneno o Santiago Auseron, los electroduendes, las sesiones de espiritismo del doctor Jiménez del Oso.
Hoy en día los adolescentes están agilipollados porque se lo dan todo hecho, disponen de doscientos canales de televisión y son capaces de atiborrarse de estricnina si la Play Station les falla.
Algo que me sorprende mucho de la chiquillería actual es el escaso interés por la Historia (y el devenir de la civilización occidental en general). Todo aquello que ha sucedido antes de su fecha de nacimiento no existe. Yo tengo ya 43 años, trabajo en la NASA (sección española, lo sé, que es como decir que curro en la sección cutre del entramado, pero no quiero hablar de ello porque me caliento), soy un coco, hablo tantos idiomas que a menudo me es más fácil decir “vaso” en hebreo que en español y he vivido en decenas de países. Admito que no soy muy normal, pero exijo un mínimo de cultura y de sensatez.
Hace poco, por ejemplo, quedé con un chaval de 20 años. Mi intención ulterior era tirármelo, que no soy Gandhi, pero antes le invité a tomar un poleo menta en un bar para romper el hielo y porque no me gusta el rollo “aquí te pillo, aquí te mato”.
Hasta yo mismo me sorprendí. Cuando era joven me gustaban los abuelos y solía tener fantasías sexuales en las que me visualizaba como enfermero en un asilo repartiendo a los viejos viagra y pastillas de colores antes de profanar su gruta. De hecho, cuando me entraba alguien menor de 60 años le sugería que diese mi número a su padre. Pero, de un tiempo a esta parte, algo que denota que los radicales libres ya empiezan a hacer estragos en mi metabolismo, me atraen los niños.
Mientras estaba tomando el poleo con el prepúber salió (no sabría decir por qué) a colación Jack Lemmon, el actor. Yo empecé a hablar de sus películas, de sus dos Oscar y varias nominaciones, esbocé una sonrisa al recordarlo junto con Marilyn y Tony Curtis en Con faldas y a lo loco y me emocioné porque es uno de mis artistas favoritos.
El adolescente me escuchaba como si yo estuviese perturbado y le hablara del origen del cosmos.
“¿Quién coño es ese hombre?”, me preguntó cuando yo llevaba más de cinco minutos mencionando sus logros en Hollywood.
Casi me da un ictus y me atraganté con el poleo como si fuese cazalla.
“Es que yo nací en 1998, tronco, es lógico que no sepa quién es ese tío”, me dijo.
“Cariño, yo tampoco había nacido cuando Rafael proyectó las Estancias Vaticanas a principios del siglo XVI y sé quién es”, le contesté yo.
“¿Rafael? Pero si ese maromo está vivo y canta. Desde luego, ¡qué poca cultura”.
¡Qué escándalo!, pensé.
Evidentemente, ni me lo follé ni me lo subí a casa. Le invité al poleo, dije que tenía un pollo en el horno y me fui. Sí que me fastidió sobremanera fracasar en mi intento. Conseguir carne fresca en Villahermosa, cuya población no es que sea precisamente la de Chicago, es misión casi imposible. De los cinco candidatos que aparecen en las aplicaciones a menos de 190 kilómetros a la redonda, uno soy yo, tres son heterosexuales reprimidos del pueblo de al lado cuyas condiciones para quedar son más estrictas que las Tablas de la Ley y el quinto era el tragaldabas nacido en el 98. Me figuro que estará entreteniéndose con posters de Britney Spears y su vídeo consola.
He vuelto a evadirme. Jennifer empezaba a hablar.
–Si es que yo soy puta, no sé qué queréis que os cuente. Ni he ido nunca a África, y si hubiese ido ni mucho menos lo habría hecho como la colgada de Anne Marie, ni he estado nunca encerrada en el Vaticano. A Roma he ido a trabajar, pero a burdeles, no a San Pedro. ¡Y fíjate que me lo han propuesto! –asegura Jennifer–. Yo vivo con mi tía. Mis padres no aceptaban que fuese puta y me largué a casa de mi tía, que también es puta, como mi madre, pero mi tía es enrollada y mi madre es de esas que van de señora y cobra más que yo y le daba coraje que yo le hiciese la competencia en casa, por eso me echó. No sé me ocurre nada que contar y fíjate que me da rabia porque creo que soy la que más necesita el dinero. A la pija francesa le sobra y el mojigato italiano puede robar un candelabro del Vaticano y tiene la vida resuelta. Pero yo, ¿qué?
–Navega en tu interior, estamos convencidos de que tendrás miles de anécdotas ideales para este “deep moment” –subraya el presentador.
–Leeds, 1997. Aquella mañana había salido de casa de mi tía muy tarde porque se encontraba mal, con lipotimias y vahídos. Tuve que hacerle una infusión de melisa y darle un masaje relajante en el coño por la tralla que un equipo de rugby escocés le había dado el día anterior. Mi tía, aunque es adorable, sigue pensando que tiene 30 años y se mete en unos berenjenales increíbles. Se pone a tirar de agenda y de repente se le unen diez servicios de golpe. En fin, a veces me desespera- explica Jennifer, emocionada-. Así que entre una cosa y otra salí de casa a las doce de la noche. Cuando llegué a Jefferson Park, que es donde me reunía con mis compañeras, vi de repente a un hombre alto, fornido, llevaba una camiseta negra iluminada por la luz de las farolas del parque que dejaba vislumbrar un pecho peludo. A mí es que me gustan mucho los hombres tradicionales.
¡Cuánta tontería existe hoy en día en cuanto a los cánones de belleza! Yo opino lo mismo que Jennifer. Mientras muchas mujeres hacen verdaderos sacrificios con dietas y horas de gimnasio demenciales para entrar y mantenerse en una talla 36 y así ajustarse a los cánones de belleza impuestos por el mundo de la moda, otras muchas han tirado la toalla y sueñan con despertarse algún día en el siglo XVII, donde las mujeres rollizas eran las más anheladas. Hemos pasado de venerar cuerpos regordetes y pieles de porcelana a preferir pellejos que tan solo cubren un montón de huesos.
Lo mismo sucede con el cuerpo masculino; muchos hombres se dejan llevar por modas absurdas que encierran una gran dosis de contradicción. A mí me hacen mucha gracia ciertos especímenes que me encuentro en el gimnasio, obsesionados con la dieta sana y unos conceptos de belleza dictados por multinacionales.
Se gastan dinerales en depilación láser (he llegado a conocer a chicos que hasta se quitaban el pelo de los nudillos) y se alimentan a base de compuestos de carbohidratos que no dejan de ser un equivalente al clembuterol que se emplea para engordar a las vacas en el matadero.
En el gimnasio, se colocan delante de un espejo haciendo sus ejercicios de bíceps y tríceps. Cada vez que suben o bajan el brazo, se contemplan en el espejo, después buscan que alguien les esté observando para sentirse mejor consigo mismos. Acuden al gimnasio perfumados y con gomina en el pelo, como si fuesen a una boda, y llevan zapatillas último modelo.
Aunque detestan el vello, llevan barba de tres días. Después, en la sauna, entre ellos, comentan los desfases del último fin de semana; el viernes por la noche llegaron a casa a las cinco de la mañana con más de diez gin-tonics en el cuerpo y el sábado optaron por el crack, que disfrutaron después de cenar en un kebab o pedir comida a domicilio.
Y me pregunto, ¿no deberían dormir más y drogarse menos?, ¿no sería conveniente reducir el ejercicio y los batidos de proteínas por un buen chuletón argentino, un paseo por el parque y un poco de agua mineral?
–Jamás entablo conversación con un posible cliente porque va en contra de mis principios –dice Jennifer–. No me va ese rollo de chillarles, agarrarles del brazo cuando pasan en coche a mi lado o enseñarles las tetas. Me gusta que acudan a mí; también llevo muchos años en el negocio y puedo permitírmelo porque tengo un nombre. De todos modos, esa noche, presa de un no sé qué inexplicable, me salté mis normas. Ni corta ni perezosa me acerqué al hombre y le dije que me invitara a tomar algo. Tuve que enseñarle las tetas, pero ya te digo que ese día obvié mis principios. Resultó ser traficante de armas. Me metió en su coche y me llevó a un hotel de lujo en el centro de la ciudad. Fuera de la habitación, vigilaban unas cinco personas. Y dentro, al borde de la cama, otros tres. Hubo un momento en que me enfadé porque no me parecía de recibo que los guardaespaldas mirasen sin pagar un extra, qué quieres que te diga- dice Jennifer, tocándose el vello del brazo para enseñar a la audiencia que tiene la carne de gallina al recordar ese episodio-. Fue la experiencia más alucinante de mi vida. Como los terroristas viven siempre al borde de la muerte, se entregan muchísimo, algo comprensible porque quizá al día siguiente alguien les pega un tiro y les mata. Cuando estaba perforándome, sentía…
–Es suficiente, Jennifer –la interrumpe el presentador al mismo tiempo que suena por todo el plató una de las infernales ráfagas–. ¡Así es Naciones Unidas, el más exitoso programa de la televisión española! Amor, pasión, naturalidad. Miren a Giovanni. El Vaticano ha sido un antes y un después en su vida. Anne Marie no esconde que, a pesar de vivir entre algodones, tiene un pequeño Bronx en su interior. Es una bomba de relojería. África marca, sin duda. Qué decir de Jennifer, basta y ordinaria, chabacana y vulgar, tan inglesa, pero a la vez dotada de esa espontaneidad de la que muchos carecemos, en especial los mismos ingleses, de ahí su nota diferencial. Su experiencia con el mundo del hampa la ha curtido. La semana que viene volveremos en directo con todos ustedes para saber la opinión de la audiencia y quién ha sido el ganador de esta edición. No dejen de seguir en Internet Naciones Unidas 24 horas ni los debates al respecto en Twitter y Facebook o el canal 45, con merchandising y los secretos que esconden nuestros concursantes. ¡Enloquecerán!
En un abrir y cerrar de ojos, las luces se apagaron y nos envolvió a todos una penumbra fantasmagórica. Se escuchó un fuerte estruendo, bajaron unas rejas y entró al plató un grupo de hombres vestidos de blanco, como la canción de Mocedades, que se dirigió hacia los tres concursantes.
Los envolvió en una sábana gris con motivos florales, les inyectó un líquido azul verdoso que llevaban en unos bidones de plástico y los colocó en unas camillas.
Jennifer, Anne Marie y Giovanni parecían momias egipcias; sus facciones desaparecieron y sus articulaciones se anquilosaron, como cuando se diseca un jabalí para colocarlo encima de la chimenea del comedor y fardar ante los amigos del cortijo.
Uno de los hombres de blanco sacó de un maletín un alfiler y colocó en la frente de cada uno de los concursantes un papel:
Sala 1 programas irreverentes, Jennifer
Sala 2 programas culturales, Anne Marie
Sala 3 programas de análisis histórico, Giovanni
Ante mi estupor, un señor mayor que había permanecido sentado a mi lado durante toda la grabación me tranquilizó. Hablaba con un ligero acento italiano y llevaba un traje caro. Muy caro. Su cara estaba chamuscada, lo que le daba un ligero toque de podredumbre.
–No ponga esa cara. ¿No me diga que no conocía los pormenores del mundo de la televisión?
Lo de Naciones Unidas me recordaba a la película Coma: en un centro médico se conservan colgados del techo centenares de cuerpos en estado vegetativo a los que extirpan sus órganos en función de la demanda.
El abuelo sentado a mi lado me comentó que solía acudir de público con mucha frecuencia a programas de neorrealidad y que en su momento les habían explicado que en el sótano del canal de televisión existía un gran depósito de seres humanos dividido en diferentes salas.
Belén Esteban, por ejemplo, uno de los humanoides más antiguos, permanecía en estado vegetativo en la sección “extrarradio”. Solo la sacaban de la sala momentos antes de que saliese en antena para no causar ningún escándalo público ni poner en peligro la continuidad de la raza humana. En realidad, debería comerme mis palabras con respecto a la telebasura y darle las gracias por la defensa del bien común.
Los médicos y las maquilladoras eran esenciales. Los primeros se encargaban de suministrarles las drogas para adormecerles o despertarles y los segundos les ponían guapos antes de cada programa. Habían sido elegidos después de un análisis de sus hábitos de vida.
–No se preocupe –me dijo el anciano–. Si usted tiene una vida más o menos saludable y el Gobierno corrupto, que trabaja mano a mano con el canal de televisión, considera que es útil para la sociedad no le pasará nada. Todo está escrito en nuestro ADN. ¿Recuerda el vaso de agua que nos han dado cuando hemos entrado? Siempre hacen lo mismo. A partir de la saliva, analizan nuestras costumbres y hábitos de vida y pueden saber a lo que estamos predestinados. La gente que está en los sótanos es mala. Usted y yo, no.
–Ya, me quedo más tranquilo con esto que acaba de decirme. De todos modos, esto es denunciable. Es terrible.
Para el Estado, yo era un cero a la izquierda que pagaba sus impuestos en Estados Unidos, una especie de Arantxa Sánchez Vicario del mundo aeroespacial. Cuando salimos del plató de televisión, se crearon tres filas. Por la primera salían directamente a la calle personas como el señor mayor, quienes ya conocían de sobra el modus operandi de la cadena. Por la segunda se colocaban aquellos a quienes previamente habían dado una tarjeta con las palabras “no apto” y por la tercera los aptos. Mataría a mi padre por haberme metido en este embolado.
–¿Y si no soy apto?
–Tienen sus propios métodos de convencimiento. Usted, además, es apto.
–¿Y si soy apto y al salir a la calle les denuncio?
–El Gobierno está corrupto, la Iglesia lo está, este canal de televisión, el taxista que le llevaría a la comisaría, el policía que le tomaría declaración, lo más seguro es que su padre, el celador, también esté al corriente de todo. Y yo, por supuesto.
–Es el fin del mundo, ¿qué puedo hacer?
–¿Ve ese contenedor a la salida del plató?
–Claro.
–Está lleno de bocatas de chóped. ¿No me dirá que con un buen trozo de embutido podrá poner tierra de por medio y olvidar este asunto? Acostumbrado a la comida americana de la NASA, estoy seguro de que le encantará.
–Es tentador.
–Diga que va de parte de Silvio.
–¿Qué Silvio?
–Ya sabes, Ber.
–Ver es con V.
–Spagnoli, tutti uguali!

Eduardo Viladés. Escritor, dramaturgo, director de escena y periodista internacional de televisión con más de 23 años de carrera.

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