Mar Báltico. Por Óscar Peyrou
La luz es débil, creo que amarilla oscura o anaranjada, como la de las pantallas de unas lámparas que miraba en mi infancia, al pasar frente a una tienda. Si no fuera por la vibración y el ruido sordo, diría que el barco no se mueve. En realidad, en mi recuerdo, no se mueve. Está en un lugar indeterminado del Báltico, entre Helsinki y Tallin. Es el mes de marzo. Al salir de Finlandia, el mar cercano a la costa está cubierto por una capa blanca. Un poco más afuera, los trozos de hielo parecen los restos de un opaco espejo roto.
Helsinki y Tallin son ciudades melancólicas en esa época y me imagino que también durante todo el año, aunque la segunda, más. Ese día me había levantado de madrugada y caminé en la oscuridad y el viento helado por una avenida desierta bordeada de árboles hasta llegar al puerto. Había grupos de personas frente al Alandia esperando para subir a bordo.
Poco después de que el barco zarpara, una orquesta comienza a tocar tangos en la cubierta de proa. Para que el ritmo no pase desapercibido, el grupo utiliza una batería. El resultado es ligeramente marcial y ridículo. La mayor parte de los pasajeros comienza a beber alcohol, ya que es mucho más barato que en tierra. Tal vez llegar no les interese en lo más mínimo. No recuerdo ninguna cara, ningún gesto, ninguna situación anómala. Están y no están. Una baranda de hierro, el ojo de buey por donde miro, la música, la claridad amarillenta, tienen una existencia más real que los pasajeros. Pienso que el barco es demasiado rígido y añoro la flexibilidad de los veleros.
Casi tres horas y media después anclamos en el puerto de Tallin. Hace menos frío, pero hay mucha niebla y el mar ya no está helado. Tampoco hay viento y, hasta donde se ve, el agua parece la piel más o menos lisa de un enorme monstruo marino de color gris verdoso.
Cerca del lugar donde desembarcamos se extiende un gran mercado al aire libre donde se venden desde ropas viejas y brújulas del ejército soviético, hasta íconos falsos –hay uno con el fondo celeste– y alimentos.
¿Qué hago yo allí entre oleadas fantasmagóricas de personas, alfombras, insignias, telas de colores, uniformes, herramientas oxidadas y condecoraciones opacas? ¿Qué hora es? ¿Qué día?
Un poco más adelante aparece gradualmente la ciudad. La parte más pintoresca está edificada en una colina. Casas de color gris o amarillo con tejados oscuros, tal vez de pizarra. Todo desierto. Me recuerda a un escenario teatral. Entro a un patio circular y triste rodeado de casas. Me quedo un rato mirando unas ventanas, esperando que pase algo. Pienso cómo será vivir allí, en medio del silencio, del cielo gris y de las palabras desconocidas.
Cerca, en una tienda, venden broches y anillos de ámbar y plata. Parece el único lugar habitado de los alrededores. A lo lejos, creo que se ve el mar. Ahora oscurece con rapidez; el día se desliza por una pendiente.
Llego al centro. Aquí todo es mediocre. Construcciones más o menos modernas, baratas. Un gran almacén con escasos productos. Paradas de autobuses como islas desiertas. La gente es un poco más real. Pero eso es como decir que estos fantasmas parecen de carne y hueso.
También la memoria es una prisión. En sus paredes a veces aparecen anuncios luminosos intermitentes. En el recuerdo solamente estoy en un barco, en medio del mar y envuelto en una luz débil. Digo en voz baja «mar Báltico» y esas vulgares olas chatas adquieren un gran interés. Afuera, el frío debe de ser espantoso. Alrededor de mi solo quedan preguntas. Estuve en Tallin y Helsinki y una de esas ciudades me gusta más que la otra. Si no fuera por la profundidad de estas sombras, no sabría si voy o vengo.
(c. 2000)
Al entrar en el río. Ediciones Canibaal, 2017