Los turistas. Por Rodrigo Torres Quezada
-Chiloé, Chile
A través de las ventanillas del barco-restaurante Ona, Alfredo logra ver un lobo marino que se asoma entre las aguas. Los rayos del sol rielan sobre el océano y la aparición del animal es casi prehistórica. Él llama la atención de Josefa. Esta deja a un lado su agnolotis con salsa mediterránea y pone atención a lo que sucede ahí afuera.
–¿Lo viste? –pregunta él– ¿Viste al lobo marino?
Ella achica los ojos e intenta descifrar lo que esconde el mar.
–No le veo… pero no importa. Ya vendrán más.
El atardecer se acerca. Ambos se apoyan en un costado de la embarcación. El mar se apodera del sol, engullendo de a poco su fisonomía. Josefa apoya la cabeza en un hombro de Alfredo y este la rodea con un brazo. El momento es único. Un ave atraviesa el cielo y grita.
–¿Y después hacia dónde iremos? –pregunta ella. A su lado varias parejas más, muy parecidas a ellos, graban el atardecer con un celular o le sacan fotografías.
–¿Hacia dónde? –pregunta él más para sí mismo que para ella. Otro lobo marino se asoma cerca del barco étnico pero no lo ve. Está demasiado ocupado pensando.
-Colombia, Tayrona
Tayrona los recibe con una humedad que al principio sofoca pero conforme van pasando las horas, los cuerpos logran acomodarse a este nuevo clima. Todo es cuestión de costumbre. En el cañaveral ambos alojan en un ecohab, una especie de casa indígena. Una noche, Josefa se levanta asustada. Mueve con desesperación a Alfredo.
–¿Qué pasa, amor?
–¡Algo me tocó!
Alfredo enciende la luz. En efecto, una pequeña serpiente se coló en la choza. Él toma el teléfono para llamar al administrador. Sin embargo, Josefa se le adelanta: con uno de sus zapatos de tacones perfora la cabeza del animal.
–¡Ninguna bicha arruinará mis vacaciones!- exclama.
Al otro día, un guía los lleva en caballos para hacer trekking. Alfredo lleva en su mochila un número de la revista The Guardian donde hablan de Tayrona. Quiere comparar que todo es tal como se describe en la publicación. El paraje posee una fuerza que sobrecoge. Desde su caballo Alfredo indica unos cocoteros que destacan en la selva tropical. En el tronco de uno de ellos parece distinguirse la figura de un mono. A los pies del árbol aparece un grupo de turistas y empieza a tomar fotografías. El guía, que intenta contarles la historia de Tayrona, se calla y ríe.
–¿Pasa algo? –pregunta Josefa.
–Es un mono amaestrado –dice muy sonriente el guía– Los árboles, la playa, las chozas, incluso yo estamos amaestrados.
La pareja observa dubitativa.
–Era una broma- se excusa el guía –Aquí somos muy bromistas.
Antes de entrar a una gruta, el guía baja de su caballo y realiza unos movimientos de respeto, ante lo que él llama un sitio sagrado. La gruta posee un silencio que se cuela en los huesos. Desde su caballo, Alfredo toma la mano de Josefa.
–Este lugar es mágico –dice el guía.
–¿Y la playa cuándo? –pregunta Josefa.
Cuando por fin aparece el Mar Caribe ante ellos, se sorprenden con los bañistas. Están todos desnudos.
–¡A bañarse! –exclama Alfredo.
Ambos se bajan de los caballos. A medida que corren hacia la playa, van sacando sus ropas. Se tiran al mar y nadan entre nudistas que practican esnórkel y peces de colores que rozan sus cuerpos.
–Estaba pensando que podríamos ir a Punta del este- propone Alfredo mientras bracea.
–Dicen que Isla Aguja es más bonita –expresa Josefa.
Un hermoso pez dorado pasa a su lado pero no lo ven. De pronto, cae la lluvia a cántaros.
-Nueva York, Estados Unidos
Están en la Estatua de la Libertad. Los flashes crean por instantes una gran nube formada por una luz que borra todo en derredor. Hay guardias controlando el paso de los turistas. Se me acabó la batería, exclama con angustia una coreana; ¡La batería!, grita con desesperación creando un eco que se pierde dentro de la misma estatua y se queda ahí, danzando de una pared a otra. Con esa música de fondo, Alfredo observa a Josefa muy fijo a los ojos. Hay algo en su rostro que le recuerda a una joven sonriente que conoció hace unos años atrás. Ella también recuerda hurgando en el rostro de él, quitando las arrugas que bordean las sienes, alisando la piel de la frente, iluminando un poco esa vista cansada, a aquel joven que la fascinó unos años atrás. El sonido de un crucero los despierta de su ensoñación. De pronto, hay un silencio.
–¿Sabes? Mi tío vivió aquí por cinco años –dice él.
–Sí, ya me lo contaste.
–Vamos a un restaurante –dice él.
–Vamos –dice ella.
Siguiendo los consejos del aclamado chef Anthony Bourdain, la pareja visita el restaurante Russ and Daughters. Un mozo toma sus ropas y las cuelga en un perchero. El mismo hombre les recomienda servirse la especialidad de la casa, un delicioso bagel con queso crema y salmón. Los dos están de acuerdo. Por supuesto, también piden una botella de vino. En unos instantes el mozo les trae los platos y descorcha ante ellos la botella. En el restaurante hay un músico tocando piano. Todo es tan sobrio y elegante que da la impresión que estuviesen siendo parte de una película.
–Está delicioso esto –comenta ella.
–Uno de los mejores platos que hemos probado –añade él.
–Y hemos comido muchos- ella ríe –¿Cuánto tiempo llevamos así?
La noche acaricia el ventanal de la entrada. Una nueva pareja entra. A lo lejos, pareciera que el grito desesperado de la mujer coreana se ha escapado y resuena en medio de la ciudad. Alfredo se pierde vagando su vista en el menú.
–Tenemos que ir a otra parte –dice.
–Sí, tienes toda la razón –contesta ella.
-Borgoña, Francia
La pareja corre a la orilla del río en el Val de Loire. A unos metros de distancia se divisa un pueblo de casas medievales con techos puntiagudos color rojo y fucsia, que recuerdan al vino que se prepara en toda aquella zona. Josefa se separa del río y se adentra en una viña. Algunas cabras furtivas le salen al paso. Alfredo intenta darle alcance. Tras él una cabra emprende una persecución en su contra. El olor a cepas es embriagante. Las nubes en el cielo parecen estar formadas por un mosto que se expande y tiñe el oxígeno con placer. A Josefa se le cae el sombrero y se devuelve a recogerlo, esto lo aprovecha Alfredo quien la alcanza, la toma por la cintura y la tira al suelo. La cabra, en tanto, se detiene y los observa con curiosidad.
–Hagámoslo aquí –dice él, preso del éxtasis.
Ella suspira. Se escuchan las campanadas de alguna iglesia de un pueblo medieval de Sancerre. Ecos de hace siglos siguen ahí, bañando con su quietud los viñedos que a su vez irrigan con sangre la tierra.
–¡Hagámoslo! –vuelve a repetir él.
–Pero debemos ir a la Torre Eiffel, que no se te olvide.
–Tienes razón –dice él.
La cabra ya no está. Se ha ido.
Mientras están en la Torre Eiffel, se sacan una selfie. Apenas toman la fotografía, ambos se observan.
–Sería genial estar en las pirámides –dice ella.
–¡Claro! ¡O estar en la Muralla China!
-Berlín, Alemania
Decenas de personas se contornean al aire libre, mientras de los parlantes emerge la música electrónica. Sentados en la hierba, Josefa y Alfredo beben cerveza. Haces de luces salidos desde el escenario se pasean por sus ropas. Josefa parece más jovial. Él, en tanto, observa a los veinteañeros con tristeza.
–El mundo es pequeño –reflexiona él, en voz alta.
Ella bebe y luego aplaude celebrando un extravagante baile por parte de unos jóvenes que andan solo en calzoncillos.
–Y todavía no nos encontramos –añade Alfredo. Pero Josefa no lo escucha porque ahora baila con uno de los jóvenes. Se forma un círculo a su alrededor.
–Mira esa señora –comenta una joven– ¿Quién es?
–No lo sé –dice desde su esquina, Alfredo. Bebe su cerveza y piensa en el próximo paradero.
Una nueva fotografía más un video para su colección en la Puerta de Brandemburgo. Unos punks apoyados en un costado de este, les observan con rostros irónicos.
–Desconozco Alemania –dice Josefa, incómoda.
–Yo también.
–¡Qué feliz sería si estuviera en Islas Canarias!
–Yo también.
-Sudán, África
El grupo de turistas hace fila para fotografiarse con un hombre vestido como miembro de la tribu dinka. Un par de personas, quizás antropólogas o etólogas, analizan cada prenda utilizada por el hombre como si este fuese un modelo. Josefa pasa una mano por el brazo del dinka. Este mira extrañado. Luego, ella se pasea las manos por su propia piel. Siente escalofríos. Otros turistas rodean al dinka y le piden que baile. Este así lo hace y crea una retahíla de aplausos y vítores. Alfredo rodea con su brazo a Josefa. Ambos observan la danza.
–¿Qué sientes al ver esto?- pregunta ella.
Alfredo no comprende. En lontananza se asoma una jirafa que, producto del sol al golpear la tierra, parece una figura fantasmagórica, endeble, que se agita en el aire, como flotando en la nada.
–¿Qué siento?… Alegría, felicidad, estoy contento. ¿Y tú?
–Por supuesto que siento lo mismo.
–Claro, mi amor –Alfredo la mira fijo a los ojos unos segundos–. De eso se trata viajar; conocer nuevas culturas, enriquecerte como persona, pasar un grato momento que no olvidarás jamás. En fin, estar felices y plenos.
–Sí –contesta ella–. Toda la razón.
Cuando el hombre dinka termina de bailar para someterse a una nueva sesión de fotografías, Alfredo y Josefa se quedan unos instantes ahí, petrificados observando el paisaje. La jirafa se ve cada vez más difusa. Alfredo cree que la sabana en realidad siempre ha sido un desierto inmisericorde. Recuerda los documentales de National Geographic, a los leones devorando cebras, a los indígenas con sus lanzas y prefiere entonces llegar pronto al hotel e inscribirse en un nuevo tour.
–Y pensar que hace millones de años esto era una selva –dice él, de pronto.
–Te creo –le contesta Josefa y se ensimisma un rato–. Tenemos que ir al Serengueti o al Valle del Rift. Tenemos que tener esas fotografías.
Alfredo sonríe. La jirafa, como una criatura espectral, ahora avanza hacia ellos. Más. Aún más.
-Bhután
A Bhután se le llama el Reino de la Felicidad, explica un monje budista, o un guía vestido de monje budista, a la pareja. Les cuenta que los turistas son una cosa muy rara en este pequeño país. Pero que de todas formas se sienten congraciados de contar con su presencia. Josefa graba con su celular un templo llamado dzong de Punakha. El monje señala que data del siglo XVII, y a Alfredo le parece que en realidad aquello no parece ser mucho tiempo. La pareja tiene el agrado de ver a unos monjes budistas que salen de un monasterio luego de cinco años de meditación. Los hombres les observan un tanto contrariados. Josefa se acerca al oído de Alfredo y le comenta algo. Este ríe.
–Comprendan que para estos monjes ver el mundo exterior es como volver a nacer –explica el monje–. Les ha costado años de entrenamiento hacer el viaje místico a través de ellos mismos, de forma interna, superando el ego.
–¿Dónde venden souvenirs? –interrumpe Josefa.
El guía frunce el ceño, luego les hace un gesto para que lo sigan.
–¿Hacia dónde iremos ahora? –pregunta Alfredo.
–A algún restaurante –contesta ella.
Alfredo acaricia los cabellos de la mujer mientras esta sigue grabando. El guía budista les dirige miradas de incomodidad.
–No, mi amor… No era eso a lo que iba… Bah, olvídalo.
Unos campesinos vestidos en trajes tradicionales están sentados en un templo comiendo frutas. A la pareja le parece que con cada mascada esas personas encuentran el nirvana. Por ello, les sacan varias fotografías.
-India
Josefa le comenta a Alfredo las bajas expectativas que tenía con relación a la India. Se imaginaba viejos sucios haciendo yoga y niños pobres pidiendo dinero. Y aunque algo de ello han visto, predomina en Josefa la idea de un país desarrollado e incluso culto. La ciudad de Pondicherry, con su aire francés, le hace sentirse en Europa. Además, hay una mezcla cultural que, dentro del predominio del hinduismo, es evidente.
–Aquí uno se pierde –comenta Alfredo.
–Gente muy diversa, ¿no? –responde ella.
–Sí… Ya ni sé quién soy.
–Pero bueno, se supone que esto nos hará plenos.
–Sí.
En la ciudad de Kochin arriendan una canoa para observar las trampas que utilizan los pescadores para obtener su presa. El calor y la humedad son fuertes, Alfredo mete una mano al río para echarse agua en el cuerpo. El hombre que les lleva en la canoa no dice nada pero les observa atento.
–Hay mucha calma aquí –dice ella.
–Así parece… ¿Le sacaste una fotografía a esa trampa?
Josefa le acerca la cámara a Alfredo para que se cerciore que así fue.
–Me gustaría estar en Malasia, en Kuala Lumpur. Pienso en todas las cosas divertidas que haríamos ahí- dice ella.
Alfredo continúa echándose agua. Ve su reflejo en el agua. Le parece que un pez atravesó su imagen.
–Oriente no es tan espiritual como lo creía…
Josefa le mira con extrañeza.
–¿Por qué dices eso?
–Siento que sigo igual.
El hombre de la canoa tiene su brazo levantado. Les indica que observen las aguas. Un pescador atrapó un enorme pez. No saben cómo se llama, pero les parece monstruoso. El pescador es auxiliado por sus compañeros y con una cuchilla le rebana el vientre. Los hombres dan expresiones de júbilo.
–Quizás en Kuala Lumpur veamos algo interesante –dice él.
–O en Vietnam –dice ella.
–¿Y si vamos a Madagascar?
–Vayamos, Alfredo.
–¿O a Indonesia?
–Vayamos.
–Mi amor…
–¿Qué?
Alfredo alarga un brazo y sujeta la mano de Josefa. Ella observa este gesto sin mucha emoción. En un instante cruzan sus miradas y no saben qué decirse.
–Seguiré tomando fotografías- dice ella.
Sin proponérselo, en una de las fotos aparece el pescador aventando al río las vísceras del pescado.
-Australia
En el corazón del desierto australiano la pareja se sienta sobre el suelo aún cálido, para, por enésima vez, contemplar otra puesta de sol. Esta vez, frente a la Ayers Rock, una formación rocosa cuyo color rojizo parece arder aún más con el ocaso del astro solar. Ambos se toman las manos como si esperasen el fin del mundo. Pero no están solos. Detrás suyo hay más turistas. Un niño se pasea entre ellos vestido con un gorro que simula ser la cabeza de un ornitorrinco. En este viaje, por cierto, Josefa y Alfredo no han visto ningún ornitorrinco. En cuanto a los emúes, tampoco. Pero se han comido contundentes platos de esta ave por lo que se puede considerar es lo mismo a si las hubiesen visto. Josefa graba la Ayers Rock en su celular, Alfredo toma fotografías.
–Me pregunto en qué momentos de la vida volveremos a ver estas fotos y estos videos- dice Josefa.
–Quizás cuando queramos recordar –contesta él.
–¿Y por qué querríamos recordar?
La pregunta de Josefa suena infantil. Sin embargo, Alfredo contesta.
–Para recordar por qué nos amamos.
Ella entonces vuelve a contemplar la Ayers Rock con su celular. El sol desaparece del cielo, engullido por el horizonte y la gran formación rocosa se convierte en un corazón arrojado quién sabe desde dónde para yacer lánguido y extinto sobre aquellas tierras áridas. De la mano con la llegada de la noche, aparece el frío y el color rojo de la gran roca se pierde junto a la oscuridad.
–¿Qué te parece? –le pregunta Josefa a Alfredo, mostrando cómo ha subido los videos y fotografías en las redes sociales. En todas las imágenes aparecen abrazados.
Alfredo la abraza. Ella le da unas cuantas palmadas en la espalda.
–¿Y ahora hacia dónde iremos? –pregunta ella.
–Hacia afuera. Siempre hacia afuera –contesta él.
-Raivavae, Polinesia
El viento es fuerte y transmite el olor del océano como si se estuviese dentro de él. Unos pescadores llevan en sus botes cientos de langostas. Las tenazas de estas intentan cortar las redes pero no pueden. En una fotografía Alfredo cree que una está mirando hacia la cámara. Josefa le dice que no tienen ojos. Él le rebate que sí y que como sea, de todas formas son deliciosas. Por una recomendación de una revista de viajes, entran a una iglesia protestante para ver el fervor religioso de la misa dominical. Josefa registra todo en su celular.
–Esto es muy kitsch –dice ella en murmullos–. Supongo que esto te parece espiritual.
–Supongo –responde él.
Luego de la misa, son invitados por los feligreses quienes les sirven leche de coco para echarle al cuscús, al pescado y a las langostas. Luego van a la Isla de Ruatama. Las aguas turquesas les invitan a bañarse. No hay nadie más, así que se desnudan y lanzan al mar.
–¿Qué haríamos en estos momentos si estuviéramos en Rusia? –pregunta Josefa tendida en la arena.
–Tendríamos frío –dice él.
–No, porque estaríamos abrigados… No puedo dejar de pensar en lo que podríamos hacer.
–¿Y si no fuéramos hacia ningún lado?
Josefa se levanta aterrada de la arena, mira a Alfredo con preocupación. Por un momento sus miradas se conectan. Ella nota que los ojos de él parecen descoloridos; él nota en ella ciertas marcas desconocidas alrededor del globo ocular. De pronto, una serie de truenos palpitan en el cielo y culminan en que la lluvia cae a chuzos. Josefa aún mira preocupada a Alfredo.
-Zona de Patriot Hill, Antártida
En medio del desierto de hielo la pareja camina perdida. Josefa se va quedando atrás. La tempestad la va alejando de Alfredo quien se aferra con un gancho a un bloque de hielo. Está nevando. El viento le arrastra a él, sacando el gancho del hielo. Se desliza y choca contra Josefa. Ambos caen. De fondo, el viento crea un silbido gigantesco que les impide escuchar su propia respiración.
–¿Viajar nos haría más sabios? –grita Alfredo, ciego con la nieve que le rodea como si lo tragara. No puede ver a Josefa. Escucha un grito. Parece lejano. Parece alejarse metros a la deriva.
–¿Recuerdas cada momento? –grita ella.
Un témpano cae. Un animal desconocido grita. Se abre una brecha entre el hielo y las aguas abismales. Cientos de seres nunca antes vistos se pasean por el mar. Alfredo lanza varios gritos. Estos hacen que muy lejos avalanchas arrasen con múltiples pedazos de hielo. El bloque donde está él, se separa del continente y flota a la deriva rodeado del Mar Antártico y las criaturas desconocidas. De pronto, escucha que Josefa dice algo. Intenta recordar su rostro pero no puede. Ni siquiera logra pensar en su propia cara. Ya no la siente. El frío ha dormido sus carnes. De forma contradictoria, es esta misma sensación la que le hace sentir por dentro más vivo. Hurga en su interior para encontrar a Josefa.
–¿Dónde estamos? –grita ella.
–¿Era necesario venir hasta acá? –grita él.
Ambos flotan en el mar, desconectados uno de otra. De pronto se topan, de pronto se rozan y logran hilar algunas frases. Las montañas de Gamburtsev se mueven y levantan a su vez más témpanos de hielo. El frío hiela los huesos, la nieve se alía al viento, el blanco y las aguas profundas invitan a un sueño profundo. Un terremoto se cierne sobre el continente. Josefa se tiende sobre su témpano y canta. Alfredo se sienta en cuclillas y grita repetidas veces. Lanza su gancho al mar una y otra vez para alcanzar el bloque de Josefa. Sin verla, sabe en su interior que lo logrará. Las criaturas desconocidas saltan una vez tras otra desde las aguas, mostrando sus cuerpos enormes. Alfredo reconoce en ellos a seres que solo ha visto en sueños. Cuando por fin los bloques de hielo se vuelven a juntar, Alfredo descubre a Josefa grabando el paisaje glacial en su celular. Y ella lo ve sacando fotografías.
–¿Y ahora? –pregunta ella–. ¿Hacia dónde iremos?
Alfredo no contesta. Los bloques vuelven a agrietarse. Las criaturas aún rondan en las aguas. La Antártica se hunde en su propio sueño gélido.
-En el avión
Alfredo observa con detenimiento a Josefa. Esta mira por la ventanilla con la atención que pone un niño en su primer viaje.
–Una vez… –comenta ella, nostálgica–. Una vez mi antigua pareja me llevó a una isla. Era hermosa. Parecía que jamás nadie había habitado en ella.
Alfredo cierra los ojos. Traga saliva.
–Hemos viajado mucho… –dice él.
–Así es –dice ella.
–Y aún así, todavía… recuerdas todo eso…
Ella calla.
El avión se pierde en el horizonte, como tragado por el mar, ahí donde habitan las criaturas desconocidas, ahí donde acaban todos los viajes.
Rodrigo Torres Quezada (Santiago, 1984). Licenciado en Historia de la Universidad de Chile. Ha publicado los siguientes libros: Antecesor (editorial Librosdementira, 2014), El sello del Pudú (Aguja Literaria, 2016), Nueva Narrativa Nueva (Santiago-Ander, 2018) y Filosofía Disney (Librosdementira, 2018). También ha publicado la trilogía de cuentos Podredumbre con La Maceta Ediciones (2018).