Los conversadores I. Por Guillermo Mamani
La condición no de tumor sino de estorbo, que en algunas ocasiones achaca a personas que, en vez de nacer con su anatomía al natural, les viene agregado un siamés o un gemelo parásito con el que tienen que sobrellevar o bien dejarse morir para que estos vivan en su conformidad de personas normales; siendo lo normal sitiarse en una sociedad, en la que tomar café hipócritamente es señal de haber sido instruido en una buena educación, y juzgar sobre algún tema de cultura o que tenga que ver con el ámbito intelectual de manera que se use un vocabulario indecoroso o soez es de ser de la más baja casta. Entre estos ejemplos de “estorbos” está Badalona, que adyace arrimada a su destacada hermana la Ciudad Condal, esperando a que los turistas sobrepasen por equivocación los límites de esta. Y aunque haya acabado de tacharla de esta manera, no me queda otra que admitir que en una corta pero fructífera estancia en ella, con la única intención de ir encontrando los escenarios de una Barcelona que me habían estimulado gótica una serie de novelas, acabé en un café que a pesar de lo dicho continúa abierto, y no tengo la menor duda de que la fauna que pulula por esos lares serían de un interés patrimonial exorbitado.
A mi regreso de aquel viaje, muy improvisto en mi vida rutinaria asimilada en un municipio como Getafe de la capital, me hice de rogar un año para decidirme a redactar en forma de cuento, pues a lo largo de este tiempo he perdido la noción de lo que era real confundiéndolo con sueños e imaginaciones, lo que en esa cafetería tuve la ocasión de presenciar con semblante de estúpido comensal, que prefiere las buenas costumbres en vez de la lógica contestataria de pedir cualquier absurdez en la barra e irse pagando un monto “erróneamente” inferior. Todo lo que a continuación narro, sucedió un día de comienzos de septiembre en alguna calle de Badalona.
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Aquel hombre de aspecto galdosiano, al que parecían brillarle los ojos porque ya se encontraba cerca el término de los cansancios que sufre alguien de su edad, y que son altamente intensificados por el verano, permanecía pétreo en uno de los bancos de la plaza Trafalgar sonriéndole a los loritos que mataban la ociosidad armando un nido dos veces menor que la copa de la palmera en la que vivían. Al principio quise entender que su sonrisa ciega era motivo del mismo embelesamiento que yo tenía por el cielo irisado. Ambos perdidos en el mismo punto, al igual que la temporada en la que no quiso amanecer, y estuvimos aguardando hasta tarde en la oscuridad aquellos días, donde todo el mundo deambulaba con intención de sombra, totalmente equivocados en pensar en un horizonte capaz armar todos los males y, hacerse telón en el que tener preso al sol, sin darnos cuenta de que en verdad eran las nubes las artífices.
Andando como anduve, entrando en donde entré, podría considerarse por alguien no acostumbrado a patear el mundo en condición de vago, como una muestra incomprensible de insensatez. Pero no se había cubierto un día desde que llegué y el dinero que traía conmigo para gastar en el transcurso de esa semana, la noche anterior había demostrado lo perecedero que es, pasando a mejores estancias en otras manos. Llevaba conmigo lo suficiente como para cubrir el costo de lo que podía intuir era el precio de un café espresso. Empecé un peregrinaje para seleccionar el lugar donde gastar aquellas pocas monedas que se mecían bien en el fondo de mi bolsillo, y que yo hacía entrechocar cada que daba una gran zancada para evitar un pozo inexistente, con la intención de oír el tintineo tan sabroso que estas hacen. Al poco corroboré eso que decían los badaloneses pertenecientes ya a la decimoquinta generación; en verdad andaluces, murcianos y extremeños, que habían huido de las tierras áridas, donde sus padres habían curtido el cuero del lomo, removiendo polvo para darles a ellos (los que ahora despotricaban ser grandes catalanistas) una taza de agua sucia para que se enjuagaran las muelas, que también tanto enriquecieron a los dentistas, dedicados durante lustros a cambiarlas por otras de marfil; que no había hendidura que no estuviese bajo la propiedad de un asiático, y que lo más acentuado de esta desfachatez era que la decoración la dejaban como encontraban los locales, y servían como trampa para los turistas que buscaban algo español, muy español para regocijarse en las anécdotas que habrían de contar.
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Supe que el camarero fijó uno de sus ojos en mí, en cuanto entré por aquella puerta que hubiera estado mejor acomodada en una de esas librerías, que permanecen pasmadas en otra época y en las que es imposible encontrar una edición que no esté roída por el tiempo, y que el negro de sus letras no prosigan en un fondo amarillento. No detuve un segundo en asimilar a los parroquianos envueltos en realizar las virguerías que se hacen en templos como ese. En cuanto llegué a la barra, todos los taburetes tapizados en un rojo antiquísimo se hallaban bajo la supremacía de algunas cachas, por lo que permanecí de pie a que el bisojo del camarero, desacertara a preguntarme qué es lo quería tomar.
Vaso en mano, se entrecruzaron en medio del tableteado de las tazas y platos, los gritos de un jefe de cocina, y la emisión de radio a la que destinaba mi escucha, una conversación entre dos individuos que daban suma apariencia de estar más próximos del vagabundeo. El primero de ellos, al que alcancé a oír que motejaban con los nombres y apellido de Pedro Nepomuceno Soria, que sin tener cuidado en donde apagaba el cigarrillo, lo hizo girones sobre la mesa, apuró la copa con la que estaba y se arrimó al respaldar de la silla para ver llegar al otro que solo llamaba por Pérez Cabello, con los dos vasitos, que hacían de tazas, de café con leche:
—Pedro ¿ha visto a la chica de la última mesa?
Nepomuceno se asomó dejando en pausa un nuevo liado de tabaco, y a medio tomar el libro de Males versos, que sostenía en una mano, para hacer una leve inspección crítica a la joven.
—Verá, me gusta mucho. Llevo pensando pedirle a ver si se deja llevar al cine desde hace una semana —acentuó dejando los vasos en la mesa, derramando lo que, al levantarlos para dar un trago de ellos, serían dos circunferencias de un tono más blanco que lo marrón que tendrían que ser por el café.
—¿Quién, la puta?
—Cómo que la puta.
—Mire, podrá ser todo lo raquítico que quisiese, tanto o más como para dejar con su contextura al más raquítico en el lugar de una persona atacada. Pero no me venga ahora con que es tan limitado, de no poder diferenciar a una puta de una niña bien —inquirió Soria, ese viejo con apariencia de ser heredero de los parias que se fueron refinando al igual que los campesino-burgueses, perfilando un bigote curtido en ceniza cuyo inferior parecía pegajoso de las multitudinarias cervezas que se fue dando a lo largo de la mañana. Con un mal intento de pastor alemán veterano que estaba posado a sus pies, y que controlaba con un bastón dándole pequeños golpes cada que el perro hacía intento de chillar muy ahogadamente.
—Pero si no va vestida como tal. No ve que lleva puestas esas manoletinas turquesa, y anda con el pelo recogido. Ni si quiera chirria con maquillaje.
—¡Cabello! Eso no tiene nada que ver, si se fija no tiene agujeros en los que llevar colgando unos pendientes. Además, qué es esto — refirió haciendo una pasada rápida a los vasos con la mano —. Esto lo va a pagar usted, porque bien sabe que el café no se toma en la mañana.
—Creí que al venir como viene, y al presentarse el día ya de esa manera, pues no le apetecía incurrir tan temprano en andar chispo. Por eso se lo traje con leche, ya que usted es tan decantado a tomar las cosas pesadas, y para que simulara un poco la apariencia de una rubia.
—Discúlpeme, pero lo único rubio que yo tomo es el tabaco, aunque no tenga dinero para abastecerme de él —. Entonces el perro empezó ladrar, siendo más un hipo parecido al de los juguetes de baño cuando se los aprieta. Y Nepomuceno Pedro hiló la mirada con intención de ser una estocada para hacer callar a este. —Garrote. Ga-rro-te, es lo que le falta a este perro. Lo he malcriado.
A partir de ese momento la conversación fue cayendo en la monopolización de saber si el cacique de Martínez Lázaro era mejor en el arte de la cuaderna vía o si destacaba mayormente en el mandar a fusilar con el dedo índice de cobre que tenía.
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Volvió la supremacía del bullicio, me dejé llevar por ese arrullo de corriente que arrasa al comienzo hasta con árboles arraigados supuestamente en la perpetuidad de la tierra, y que conforme se es más próximo al mar va quedando en una nimiedad de arroyo que decide sedimentar lo que trajo consigo de los altos páramos.
Rompió con todo el galdosiano al entrar en busca de una mesa que no estuviese ocupada y se quedó con una que estaba de espaldas a la vidriera. Al sentarse suspiró:
—…Ayer por fin dejé de quererte. La bandera de nuestro amor, a partir de ese momento lucía a media asta. Hoy la he quitado, porque no encuentro otra solución. Es muy difícil bajar una bandera que ha estado ondeando tanto tiempo. Me deshago de todo lo que pude jurarte, porque ya no estas. Recuerdo que me fue inevitable no decirte aquella cursilería tan gilipollas de: “solo dime dónde te puedo encontrar. Cuando llegue, te esperaré allí.” Y fíjate que te veo igual de guapa, que desde la primera vez que soñé contigo. Ahora te das cuenta de las cosas que te digo, que antes de estar, ya aguardabas en un rincón de mi ensoñación. Y tú te preguntas: ¿cómo uno se puede desenamorar?
Se acercó poniendo los brazos sobre la mesa, como para aguardar mejor los rasgos de esa persona que debería de estar sentada en su opuesto, que sin embargo era aire. Dejó unas monedas sobre la mesa, y permaneció diluyendo pequeños trazos de azúcar en las manchas de agua que habían quedado encima de la mesa de otro servicio.
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Entonces el hombre con su chaleco de lana, junto con su corbata allegada a duras penas al final del esternón, una barba mal cuidad de solo haberla dejado crecer hacía cuatro días, y el vello careciente tanto en la coronilla como en la pantorrilla, esta última por culpa de tanto usar el calcetín tan apretado, y que mostraba la carencia del largo del pantalón. La mujer pulcherrima anidada en un vestido flojo con estampado, con varices denostadoras de la edad, partidarias de la rodilla-gemelo. Y el niño (mucho cuidado, que no coja frio) de pantalón corto, peinado lamida de vaca y los zapatos de cartón. El matrimonio Seguí, Aaron Seguí y Eva Calístole de Seguí, sentados junto con el unigénito Aurelio Marco Seguí y Calístole, frente al toro de lidia al que le rendían la pleitesía de: don Fabio Loor.
—Verá el dinero vendría a ser para utilizarlo en la reforma del piso. Que ya tiene muchos años, y claro, está a dos de caérsenos encima a la mínima de estruendo. Nada más que volver a cimentar unos cuantos tabiques, y redistribuir la casa. No es mucho tampoco lo que le pedimos.
Mientras su padre permanecía intentando anular la cabezonería desconfiada de D. Fabio, Aurelio Marco pretendía alcanzar un cuenco que se le escapaba de la vista si se sentaba según instruían los manuales de educación que enseñaban en los colegios. En cuanto el reverenciado se dio cuenta le acercó levemente el tazón al niño, fijando en él una mirada cómplice que dejaba a su padre a medio suplicar. Rápidamente alcanzó un caramelo y se lo metió sin mediar en que aún era demasiado temprano para recurrir a caprichos, pero enseguida el placer se hizo humo, al tocar con su paladar el sabor a café.
— Qué te pasa. Por qué no te comes el caramelo. Entonces para qué lo pides.
Continuó callado, y lo que a mí me parecía asimilando que ya no podía deshacerse de él. Inquieto por saltar de la silla e irse a corretear.
—Eva, el niño nos ha salido con el mismo trastorno que tiene tu madre.
—¿Y qué trastorno tiene mi madre?
—Coño, que es tonta.
—¡Pero bueno! Qué falta de respeto es esta ¿Acaso no quiere a su suegra, o prefiere que esta esté en el sepulto? —dijo don Fabio.
—Perdón don Loor, eso pasó en el futuro y todavía no llega la hora de festejarlo. Además, uno tiene estos hijos de mierda y no sabe qué hacer con ellos.
—Me doy cuenta de que no es más que vulgaridad. Ni para disculparse lo hace bienintencionadamente ¿Es usted creyente? Ya que no hace más que blasfemar, no dudaría de que fuese un negador.
—¿Creyente yo? Pero si soy cainita.
—¿Eso que es, masonería?
—No, mi abuelo que al vivir toda su vida en el centro del pueblo se creía un bohemio. Se hizo cainita porque quería ser un impugnador, y mi padre fue obligado a serlo también. En aquellos tiempos no había anarquismo. Él no nos bautizó a ninguno porque quería que escogiésemos a voluntad, yo no iba a ser nada más que un ignorante ateo, como mucho intención de agnóstico, hasta que vino la carta del ejército, entonces me metí al seminario.
—Mire le voy a prestar el dinero, ya sabe usted todo lo que conlleva: pagar intereses y esas cosas que pasan si se retrasan. Ahora me voy que me está esperando al señorita Sofia.
Cerrado el convenio, Eva Calístole se acercó al hombro de su marido y le dijo en voz sumamente baja: “Por fin podremos irnos al exilio”.
Biografía.
Guillermo Mamani nace en Madrid a inicios del 2004. Después de vivir un tiempo en la capital, junto con su familia se trasladamos a Latinoamérica, y tras una relativamente corta estancia vuelven a España. Momento en el que empieza a escribir para pequeños certámenes literarios.