Relatos

Día feriado. Por Roberto Antonio Remedi

Abandono la casa deprisa intentando alcanzar el autobús. Durante el camino observo desaceleración en el tráfico y pocos transeúntes. Una vez en la parada recuerdo que es día feriado. Echo una montaña de maldiciones por el despiste. Pienso si vale la pena dirigirse al centro de la ciudad. En estas fechas cesa la actividad comercial. Debo salir de la duda cuanto antes. Entonces, disculpándome primero por la indiscreción, saludo e interrogo a un señor queriendo saber si lleva mucho tiempo de espera.

–¡Buenos días! Estoy hace unos diez minutos. De modo que no sé si es demasiado el retraso. Es nueve de la mañana. Yo debía estar a las ocho en el otro extremo de la ciudad. Un amigo pidió ayuda. Hoy se muda. Y todavía estoy aquí. Parte de la culpa es mía. Dormí profundamente y no escuché la alarma del reloj. –La expresión de su rostro informa que aún continúa sin salir completamente del estado de sueño. 

–Olvidé que hoy es feriado. No sé si hay actividad comercial en el microcentro. Temo hacer un viaje en vano. 

–Trabajo en un taller mecánico. El negocio que nos provee los repuestos hoy no abre. Es lo único que puedo asegurar. Lo siento.

–Está bien. No te preocupes. Ya estoy aquí… ¡Ahí viene el autobús! Por lo menos no esperé mucho.

Mientras se aproxima el coche preparo la tarjeta magnética. El pasajero busca el plástico en su mochila. Aunque no lo encuentra. Hurga con insistencia. Acelera la pesquisa porque el autobús ya está cerca. La tarjeta sigue escondida. Ahora la mochila se desboca completamente. Caen algunos objetos: auriculares, teléfono móvil, block de notas, bolígrafos y analgésicos. Ayudo a recoger las cosas para ganar tiempo.

–¡Vamos! ¡Usaremos mi tarjeta¡ ¡Quién sabe qué hora pasará el próximo autobús!  –Propongo y luego advierto–. Pero el problema es el regreso. Entonces necesitarás el plástico de nuevo. Hacemos itinerarios diferentes.

–Seguro mi amigo me acerca a casa en su auto.

–¡Bien! ¡Sube!

Pago los pasajes y me dirijo a la parte trasera del coche. Elijo la última butaca. Preparo mis auriculares para escuchar música. Enchufo el cable en el teléfono móvil. El mecánico se ha quedado en los primeros asientos. Continúa revisando su mochila. Busca en los bolsillos interiores y exteriores. Abre y cierra cremalleras. Nada. De ponto se pone de pie, camina por el pasillo hacia atrás y se sienta de costado en el penúltimo asiento, frente de mí. Me toma por sorpresa. Apoya su brazo en el respaldo del asiento. 

–Creo que olvidé la tarjeta en la gaveta del auto. 

–Qué suerte que tienes una idea acerca de dónde puede haber quedado. Yo ya la hubiera dado por perdida. Soy un poco descocado.

–En realidad hoy no tendría que haber salido. Pero ya había hecho el compromiso. No caí en la cuenta. Debería aprovechar el día para quedar en casa y cuidar de mi hijo pequeño. Durante la semana casi no lo veo. Cuando voy al taller por la mañana, queda dormido. Por la tarde tampoco puedo estar con él. Y al llegar la noche, mucho antes de regresar, ya ha cogido sueño de nuevo.

–Hoy los niños no crecen en compañía de sus padres. Lo escucho todo el tiempo. 

–Quisiera permanecer al lado de mi hijo como papá lo hacía conmigo. Me despertaba a la mañana, servía el desayuno, se aseguraba que fuera a la escuela, luego almorzara y tomara una siesta. Por la tarde preparaba la merienda, procuraba que hiciera los deberes y jugara con los amigos del barrio. Ni bien se hacía de noche yo tenía la cena lista, y al rato ya estaba en la cama nuevamente. Así pasaba todos los días. 

–¡Te cuidaba con devoción!

–Y ahora no puedo hacer lo mismo. Mi papá se murió cuanto tenía doce años. Pero esa rutina la tengo grabada.

–¡Qué bonito recuerdo! 

–Sebastián ya tiene dos años. Con la ayuda de su madre, procuro que cumpla con los horarios como lo hacía yo. Cuando hace la siesta me recuesto a su lado. En ese momento del día hago una pausa en el taller. Por supuesto, él no lo sabe porque no me ve. 

–No quisiera estar en tus zapatos.

–El año que falleció papá fui a vivir a casa de mi abuelo paterno y al regresar un tiempo después mamá ya había hecho otra familia; entonces me fui, estuve viviendo en la calle una semana; pasé frío, hambre, soledad, hasta que me recogió el abuelo nuevamente; luego terminé la escuela secundaria, tuve un hijo con una pareja, y ahora vivo con la mamá de Sebastián.

–Ningún niño debería pasar por todo eso.

–Pero a pesar de todo, jamás tuve pensamientos raros, como matarme y cosas por el estilo; no sé, creo que la gente que hace eso es cobarde.

–Cada persona siente las cosas como las siente. Qué se yo, es muy personal.

–¿Con quién vives?

–Como mi mamá y mi hermana. Mi papá falleció hace unos años.

–¿Y dejarías sola a tu mamá? ¿No pensarías en tu hermana? Yo pienso todo el tiempo en mis hijos. Creo que el suicidio es de cobardes.

–Sabes, yo pienso todo lo contrario, creo que hay que tener los huevos bien puestos para matarse. Para vos el suicidio es un escape. Yo no sé. No estoy seguro. ¿Vos crees en Dios? ¿Profesas alguna religión?

–No, para nada.

–Qué bien, porque para mí la religión también es un escape. Es un autoengaño creer que hay un ser todopoderoso que vela por vos, o un Padre que de vez en cuando se le ocurre poner a prueba tu fe, colocando en el camino unos cuántos obstáculos; por cierto, muchas veces bastante crueles. ¿En qué o en quién debes creer? En definitiva estás vos y tus circunstancias. Nadie sino tu propia persona pone el pellejo en el infierno que puede resultar la vida. Un vecino no llora con tus lágrimas cuando se va la persona que más amas. El cura que ofició el responso una vez que mi papá estaba ya en el ataúd dijo de memoria unas cuantas oraciones, pero jamás lo conoció. ¿No te parece una gran hipocresía? Todas frases hechas, un montón de fórmulas que se reparten indistintamente, quien sea que pare las patas. 

–Una porquería.

–Yo tenía ganas de mandarlo a la mierda. Y no lo hice por respeto a los amigos y familiares que estuvieron siempre.

–No hay comparación. 

–Las cosas vienen como vienen. Y a veces se vuelven insoportables. Como dices, tal vez sea una actitud cobarde acabar con la propia vida en el momento en que todo se tuerce. Hay algo de cierto en eso. Pero quizás sea también una forma de hundirse en la realidad más pura y abrazar la verdad sin más, hasta tomar la decisión de desaparecer para siempre.  

Roberto Antonio Remedi nació en Ceres, Provincia de Santa Fe, Argentina (1975). Cursó los estudios primarios en la Escuela N° 801 Cristo Rey (Casares) y los estudios secundarios en el Instituto Mariano Moreno (Quimilí), Provincia de Santiago del Estero. Es Licenciado en Comunicación Social por la Universidad Católica de Santiago del Estero (2001). Actualmente se desempeña como docente investigador en la Universidad Nacional de Tucumán. Publicó artículos en las revistas científicas: Revista Izquierdas 27 (2016),Itinerarios 24 (2016), A Contracorriente 12[2] (2015), Sociedad y Religión 32-33[XX] (2010). Participó en las obras colectivas: Atlas de las Creencias Religiosas en Argentina (2013) y Rock del País. Estudios Culturales de Rock en Argentina (2010). Colaboró para las revistas culturales digitales españolas: Ariadna. Revista Cultural, (2021),  BababCultura de revista (2021), El coloquio de los perros (2020). Reside en la ciudad de Santiago del Estero. Correo electrónico: antonioremedi@yahoo.com.ar. Se pueden leer las producciones literarias mencionadas visitando los siguientes enlaces:

https://www.ariadna-rc.com/numero92/lab52.htm

https://www.babab.com/author/remedi/

https://elcoloquiodelosperros.weebly.com/ficciones/roberto-antonio-remedi

https://elcoloquiodelosperros.weebly.com/poesiacutea/roberto-antonio-remedi

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