Desahucio. Por Ximo Rochera
Desahucio. Por Ximo Rochera
Me había despertado con acidez de estómago. Mientras dormía, pequeñas alícuotas de reflujo gástrico habían intentado escalar las paredes desgastadas del esófago. Siempre terminaba despertándome antes de que se produjese el desparrame ácido sobre la almohada. Esto es algo que me ocurría con frecuencia cuando había bebido más de la cuenta o si estaba demasiado nervioso.
A las diez había quedado con el comercial de la inmobiliaria para firmar la hipoteca del piso que había decidido comprar. Me había cansado de vivir de alquiler, además no dejaba de escuchar que los precios de los alquileres subían sin parar generando una burbuja. Y es que soy demasiado permeable a los chismorreos que me rodean, como esa vez que dejé de comer en el bar porque escuché que ponían gato en la paella. Soy muy susceptible a los rumores. Cuando comenzaron a hablar de la burbuja inmobiliaria, hace ya más de diez años, decidí vender el piso que había comprado con el dinero ganado en la vendimia. Pensé que era mejor vivir de alquiler. Ahora doce o trece años después me encontraba en la misma situación: ante un nuevo globo hinchado. Lo peor que podía hacer era seguir de alquiler. Decidí comprar un piso por poco dinero en un barrio deprimido, con la confianza de que los enormes brazos de la gentrificación terminasen alcanzándome y acabase vendiendo nuevamente muy por encima del precio de compra. No me sentía mal comprando el piso de una familia en paro, al borde del desahucio. Pensaba que era una forma de ayudarles: darles dinero y dignidad. Ya hacía unas semanas que habíamos firmado un contrato de arras y yo había señalizado su vivienda con unos ridículos 6000€ que gané en el concurso de relatos de la villa de Almansa.
Decía que me había despertado por la acidez. Estaba nervioso porque pensaba que hasta que no estuviese firmado podían echarse atrás. Quizá la familia pensara que no podrían soportar vivir con los padres de él: 4 adultos y 3 niños en una casa de 60 metros cuadrados debe generar mucha tensión. O puede que el banco pensase que la operación era de riesgo y no me concediesen la hipoteca (quién puede garantizar que un escritor seguirá ingresando…); a fin de cuentas, ¿cómo podía justificar mis ingresos? Ni yo mismo confiaría en alguien como yo.
Desayuné en el café 33 como todos los viernes. Ya me conocían hacía tiempo. Julián me sirvió un café con leche –double shot– y unas tostadas sin necesidad de que se lo pidiese. La sensación de que ya me conocen me da seguridad. Me gusta leer el periódico mientras desayuno, pero ya lo tenían cogido. Eso me inquieta. No tengo paciencia para esperar mi turno y acabo insultando en voz baja al cliente que me ha «robado» el País.
Me acerqué andando hasta la oficina del BBVA de la avenida de la plata. Allí había quedado con el comercial y juntos iríamos hasta las oficinas del notario que se encuentran en la misma avenida, a cincuenta metros del banco.
Nos hicieron esperar en una sala con luz tenue y sin ventanas. Eso me recordó a López de Arriortua y sus argucias negociadoras con los proveedores: comida copiosa y luz indirecta para generar somnolencia que decantara la balanza siempre hacia el mismo lado.
A los diez minutos apareció la directora del banco. Me quedé observándola. Susana, la recordaba perfectamente. Estudiábamos juntos en el instituto Francisco Ribalta de Castellón. Hace más de treinta años. Desde entonces no la había visto. Mis neuronas trabajan sin descanso y articulan un relato entre ellas (axones y dendritas moviéndose como anguilas en una charca) e intentan alertarme de algo. La tal Susana era una chica pro(así las llama mi hija). Formaba parte de la pandilla de pijos que nos miraban al resto por encima del hombro (yo no entendía por qué no era aceptado en el grupo).
Hizo como que no me había conocido, pese a que tenía todos mis datos. Yo sabía que era una pose. Tampoco le dije nada. No recordaba su apellido, pero sabía que iba delante de mí en la lista. Debe comenzar por la P. Susana… ¿cómo era?
La pandilla estaba compuesta por tres chicos y tres chicas. Ellas eran muy guapas.
La observé detenidamente. No acababa de comprender qué veía en ella. Realmente no era nada guapa y no es que el tiempo la hubiese deteriorado, se mantenía bien. Tuve la necesidad de tomar unas notas, así que saqué una libreta y sin decir nada comencé a escribir este relato.
Susana no me inspiraba confianza.
Actuaban como una manada. Ridiculizaban al resto de compañeros. Entonces yo era demasiado tímido. En cuanto dejamos de ir a la misma clase, no volvieron a saludarme. Durante varios años me los fui encontrando por diferentes garitos y siempre el mismo desdén: hacían como que no me conocían. Pienso en la crueldad de los niños. En algún lugar he leído que en la adolescencia sus conexiones neuronales no han desarrollado la moral. En todo caso creo que no todos actúan igual. Tiene que haber algo más… –me dije en voz baja, mientras seguí escribiendo sin prestar atención a que el notario me tendió la mano para saludarme. Me disculpé y le devolví el saludo con desgana (¿acaso no veía que estaba ocupado?). Su mano me pareció blanda (como si fuese un consolador de látex) y sudorosa. No me encajó con la mano de un notario. Creo que nos pasamos la vida construyendo estereotipos que se nos van derrumbando conforme van pasando los años. A mí me quedan ya muy pocos. Se dirigió a Susana con cordialidad y cierta complicidad. Por un momento me sentí tan desubicado como en aquella clase de segundo de BUP.
La lectura de la escritura fue rápida e incomprensible. Yo necesitaba seguir escribiendo. No me interesaban sus palabras ni sus números.
Cerré los ojos y pensé en los 6000€ de la señal y en que ni tan siquiera tuve que ir a Almansa para recoger la placa y el dinero del premio. El relato ganador era sobre esos castillos que se van derrumbando a lo largo de la vida.
En esas cuatro paredes sin ventanas, cuatro personas alrededor de una mesa y unos papeles componen la fotografía de mi primera máquina Kodak. Me la regalaron en la comunión. Un paisaje industrial al fondo y un camino que lleva a él. Era ese un viaje que no me apetecía hacer. El notario se dirigió a mí y me instó a coger el bolígrafo y firmar en cada una de las hojas que me mostró con su pequeño dedo de resina. Miré su mano con asco, sentí la tentación de marcharme. Se la hubiese cortado. También me hubiese gustado preguntarle a Susana que por qué actuaba de esa forma, ¿disfrutaba haciendo daño a la gente? Rechacé el bolígrafo mostrándole el mío (ese Cross con baño de oro ya desgastado que en tantos relatos me ha acompañado. Con él he escrito mis mejores historias). Acerqué la silla hacia la mesa, acomodándome para rubricar el documento. Sonreí al pensar que con los 6000€ de la señal habrían comido bien, quizá se habrían comprado algún capricho. Ellos esperaban fuera, en otra sala, no quisieron coincidir conmigo. Tenían una deuda de 3000€ con el banco y ya habían comenzado a tramitar el desahucio. Comprendí en ese instante quién era yo. He tardado cincuenta años en comprenderlo. Hay gente que lo hace antes, otros nunca. No conocía a esa familia, estaban los cinco en la sala cogidos de la mano, pero sentí que se lo debía.
Nunca he sido valiente. Es más, podría decirse que soy un cobarde. Tendría que haberles plantado cara, ¿qué podía perder?
Observé detenidamente el bolígrafo Cross, había pertenecido a mi padre y me lo regaló cuando supo que quería ser escritor. Pensé que a él le gustaría que hiciese lo que estaba dispuesto a hacer. Me levanté de la silla, cogí la escritura y la rompí en cuatro pedazos. Miré a la directora del banco que horrorizada me pedía explicaciones.
–Palomar, te llamas Susana Palomar.