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Primitif: ‘Hilos’, de Chantal Maillard

El otro día leí por ahí que los últimos avances en materia de muerte sugieren que esta, más que un evento, podría ser un proceso; al parecer, pese a acompañarnos desde el mismísimo principio, no solo no está todo dicho en esto de morirse, sino que puede que no estemos sabiendo ver correctamente el desenlace. Igual que nos pasa con todo lo oscuro del universo -la energía oscura, la materia oscura, los agujeros negros-, nuestros ojos no se han acostumbrado todavía a las sombras de la existencia, y así no hay quien entienda nada. No hace mucho, el microbiólogo de la Universidad de Washington Peter Anthony Noble descubrió con gran asombro, que al menos en ratones y peces cebra, más de mil genes despiertan tras la muerte del animal para llevar a cabo un proceso llamado tanatoscriptoma sobre el que hace falta arrojar aún mucha luz para no caer en sensacionalismos, pero que pone en evidencia que igual que la referencia de la muerte cardiopulmonar quedó obsoleta como frontera, muy probablemente tengamos que ir ampliando nuestros horizontes para ir más allá de la muerte cerebral. En el caso de los peces cebra, algunos de estos genes activados post-mortem se mantuvieron en funcionamiento hasta cuatro días después de haber certificado la defunción del pez. O lo que hasta ahora entendíamos como defunción.

Nuestro organismo, igual que el de tantos otros seres vivos -quizás a excepción de los más básicos, y tampoco-, se gobierna mediante una serie de corrientes o flujos que transportan desde nutrientes hasta información de una parte a otra del sistema, corrientes que estructuran, mantienen, organizan o corrigen, por citar solo algunos de sus cometidos. Nuestro cerebro mismo es una tormenta eléctrica que una vez formada, ya solo se disipa cuando morimos. De alguna manera, estamos surcados de caminos, de vías, de recorridos. Nuestros recuerdos se engarzan unos con otros como cuentas en el collar de la memoria: las síntesis de determinadas proteínas estabiliza las conexiones sinápticas entre neuronas que constituyen una experiencia recordada. Se forma un hilo.

Hilos, de Chantal Maillard

La poeta Chantal Maillard ha tenido la lucidez de intuir esta realidad, de sentirla y de fijarla también, en este caso al papel, mediante palabras impresas. En Hilos, publicado en el catálogo de Tusquets Editores hace diez años, una corriente de pensamiento despojado de todo lo que no es esencial se desencadena sobre la página: Maillard deja caer un torrente desnudo de confesiones podadas como bonsáis, ideas universales, verdades puras naciendo de un huerto de omisiones. Las referencias botánicas tienen un porqué aunque no me he dado cuenta de él hasta ahora, releyendo fragmentos memorables del poemario -fragmentos: ella misma asegura que “siempre están los hilos. / La maraña de hilos / que la memoria ensambla por / analogía. De no ser / por esos hilos, / la existencia -¿existencia?- / todo sería un cúmulo de / fragmentos -¿fragmentos?-, / bueno, destellos si se quiere”-. Decía que no me he dado cuenta hasta ahora de que debo haberme visto influenciado por sus imágenes:

La angustia es esa nada
que de pronto florece
en la oquedad.

Eso sí que es un destello. Todo el poema al que pertenecen estos versos lo es, o mejor, un fogonazo sináptico, un hilo fijado en nuestro tejido neuronal a base de sintetizar proteínas. Desde su lectura, un recuerdo.

Propone Maillard “desbrozar de recuerdos la memoria / antigua. Para hacer mundo con el / hay. Percibiendo el hay. Mejor / percibiendo lo que hay sin el hay”. Todo lo que no es idea es adorno. Ella ya ha desbrozado: ha arrancado de la línea hasta tal punto que a veces parece que estemos leyendo una transferencia emocional e intelectual sin depurar, casi escritura automática, de no ser porque tras sus poemas hay una voluntad: la de decir lo más difícil, la de tocar la verdadera naturaleza de los miedos y las parálisis de la única manera en que esto puede hacerse, que es prescindiendo de cualquier complemento o recurso, hasta de aquellos en torno a cuya utilidad literaria existe un amplio consenso. Pero eso a Maillard le da igual. Por suerte.

En algún momento se tienen que soltar para siempre los hilos que a lo largo de los años hemos devanado -o enredado- entorno a nuestro ser, pero aún no sabemos bien cómo se produce este final: científicos de la universidad holandesa de Radboud pudieron constatar cómo el cerebro de un paciente registraba una actividad inusual diez minutos después de haberlo dado por muerto, una actividad que algunos interpretan como una liberación final de energía eléctrica sin control, unos últimos fuegos artificiales en homenaje a uno mismo antes de decir adiós definitivamente. Los hilos no pudiendo resistir más la tensión y quebrándose todos al unísono en un estallido digno de las parcas, de las moiras, de las nornas. El tapiz hecho unos zorros. Por qué no.

Pero antes de eso, volviendo a Maillard, “hay demasiado Aún para perderse / del todo”. Aún tiene que demostrar la física la teoría de cuerdas, aún se comprobará empíricamente en un laboratorio la entidad de esos hilos que Maillard sabe sosteniéndolo todo por debajo de la apariencia.

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